“Recuperar de nuevo los nombres de las cosas. Llamarle pan al pan, vino llamar al vino, sobaco al sobaco, miserable al destino… Y al que mata llamarle, de una vez, asesino”. Eso hay que hacer, como canta el gran Sabina, cuando se trata de las víctimas de antes y durante una guerra en la que solo salieron gananciosos algunos victimarios, de entre quienes la dirigieron; gananciosos, de uno y otro bando, por la impunidad que se autoconcedieron y los negocios lícitos o ilícitos en los que se metieron. Hay que llamarles asesinos no solo de hombres y mujeres de todas las edades, en su mayoría de una sola condición social marcada por la exclusión y la desigualdad; también hay que llamarles ‒tras alzar sus armas, darse las manos y abrazarse‒ asesinos de la esperanza.
De unos, no había que esperar mucho. Nunca simpatizaron con la verdad, la justicia y la reparación integral para las víctimas; si firmaron algo que tuviese que ver con esas legítimas demandas, lo hicieron en función de sus intereses políticos y económicos. De los otros fueron muchas –inmensamente muchas– las personas que dentro y fuera del país esperaban mucho al respecto; pero está comprobado que también firmaron y se comprometieron, sabiendo que no cumplirían, por las mismas razones que su contraparte. Además de asesinos, a estos hay llamarles desleales, ingratos… ¡Judas! ¿Muy duro? ¡No! Eso merecen luego de ver lo que le hicieron y le están haciendo a las víctimas de aquella barbarie.
¿Cuántas fueron? ¿Las reportadas por la Comisión de la Verdad, que sumaban casi veintiún mil? ¿Las setenta y cinco mil o más, siempre mencionadas, de la población civil no combatiente asesinadas por razones políticas? ¿Las ocho mil o más desaparecidas por la fuerza y cuyos familiares aún esperan encontrarlas vivas o muertas? ¿Las quién sabe cuántas detenidas ilegalmente y torturadas? ¿Las cientos y cientos de miles que abandonaron sus hogares, por humildes que fueran, para salvarse?
En realidad, nadie sabe a ciencia cierta cuántas fueron exactamente. Lo indiscutible es que no fueron las 6,235 personas a quienes, el pasado miércoles 31 de agosto, el profesor Salvador Sánchez Cerén les notificó ‒con “bombo y platillo”‒ que recibirán un pago mensual indigno de llamarse “resarcimiento” o “compensación”.
Dependiendo del tamaño del grupo familiar y las edades de sus integrantes, le tocan de quince a veinte dólares; si hay mujer embarazada, también cuenta; y si la víctima pasa de cincuenta y cinco años, le corresponden cincuenta dólares. Para colmo, ni dinero tienen. Esta ofensa al dolor humano, ya la desmenuzó Rodolfo Cardenal en su última.
Una de las víctimas asistentes al oficialista evento, afirma que recibió un sobre vacío; dentro no tenía nada de nada. Otra asegura que ni sobre recibió. ¿Será cierto que no era cierta la vocación de la exguerrilla por las víctimas? ¿Será que, al aspirar al poder o estar administrándoselo a sus verdaderos dueños, renunciaron a eso? Pensando y sintiendo desde la gente agraviada, cabe preguntar cuánto le ha costado llegar hasta esta nueva afrenta proveniente de quienes ‒en algún momento‒ dijeron estar de su lado.
Desde el fin de la guerra hasta que el FMLN instaló en Casa Presidencial a Mauricio Funes, ARENA nunca hizo nada para cumplir lo establecido en el primer artículo constitucional, el cual dice que El Salvador “reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común”. Hace 505 años, en la isla La Española donde hoy día coexisten Haití y República Dominicana, fray Antón Montesino pronunció su quizás más célebre sermón. Parafraseándolo, habría que preguntar a las dirigencias “areneras” de hace un cuarto de siglo para acá si las víctimas de uno u otro bando ‒ese “pueblo crucificado” salvadoreño‒ no son personas humanas.
Funes, el 16 de enero de 2010, les pidió el primer perdón general; de entonces a la fecha, tanto él como su sucesor lo siguieron haciendo. Pero en esa citada ocasión, el primero manifestó que crearía una comisión con una “finalidad única”: que le propusiera cómo impulsar –dicho con sus palabras– “la reparación moral, simbólica y material, dentro de las posibilidades que las finanzas del Estado nos brindan y con la obligación de ofrecer resultados concretos en tiempo y forma”.
Tal Comisión arrancó en mayo de ese año. El tiempo se fue alargando y no se veía forma, hasta que el 16 de enero del 2012 ‒allá en El Mozote‒ Funes volvió mencionar el asunto. Textualmente, anunció “el inmediato lanzamiento de (sic) los próximos días, del Programa Nacional de Reparación para las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos en el marco del conflicto armado interno”.
Esos “próximos días” también se alargaron y fue hasta el 23 de octubre del 2013, transcurridos casi dos años, que por Decreto Ejecutivo apareció el “dichoso” Programa; en sus considerandos decía que sería de “inmediata aplicación”. ¿Cumplieron? Cerca estuvieron de tardar los tres años para llegar al remedo de reparación anunciado este miércoles 31 de agosto, horas después de conmemorarse el “Día internacional de las víctimas de desapariciones forzadas”.
Pero hoy se han vuelto defensores del general José Atilio Benítez, a quien la Fiscalía General de la República lo señala como traficante de armas; en ese marco, afirman que la embajadora estadounidense está “desestabilizando” a la Fuerza Armada. En lugar de estar impidiendo que la justicia funcione en este y en otros casos, mejor que entreguen o abran los archivos militares de aquella terrible época para que se conozca ‒siquiera‒ parte de la verdad; eso sí sería realmente reparador.
Lo que se ha hecho hasta ahora profesor, dispense, no significa para nada que el salvadoreño se haya convertido ‒como usted afirmó‒ en un “Estado responsable, comprometido con la construcción de la paz e impulsor de la justicia social y la justicia restaurativa”. Lastimosamente, profesor, no es así. Solo lo será cuando cumpla a cabalidad la sentencia que declaró inconstitucional la amnistía de 1993. Léala bien y actúe, también, bien.