Como cada año se conmemora el Día Internacional del Trabajo, un hecho marcado por cinco condenados a la horca conocidos como los “mártires de Chicago”, uno de ellos, el periodista alemán August Vincent Theodore, se defendía con estas palabras, antes de ser sentenciado con la pena capital: “Honorable juez, mi defensa es su propia acusación, mis pretendidos crímenes son su historia. […] Puede sentenciarme, pero al menos que se sepa que en el estado de Illinois que ocho hombres fueron sentenciados por no perder la fe en el último triunfo de la libertad y la justicia”.
Justo, es necesario no perder la fe. Cada primero de Mayo, más allá del estereotipo de una marcha con desorden, ruidosa, desmedida, con manchas en las paredes de finos centros de comercio; más allá de las camisetas del Che, las banderas rojas y las gorras que simulan la marca Nike, hay un grito que pide humanidad, y que no pierde la fe de lograrlo.
En particular, me impresionó el discurso preparado por los y las sindicalistas, fue justamente una mujer que con nervios evidentes en su voz, leyó con soltura un mensaje claro: “la situación que enfrentamos como clase trabajadora y como pueblo es mucho más difícil, pero eso no nos detiene para seguir una lucha justa”.
Por ello, no es de extrañar las peticiones que claramente resonaban en nuestros oídos en la Plaza las Américas, conocida como Plaza Salvador del Mundo: la exigencia de una reforma fiscal progresiva que garantice que “el que más tiene, que pague más”, pero también exigiendo que al Estado no le tiemble la mano para aplicar esas medidas que podrían generar una salida a la crisis fiscal del gobierno y al déficit de ingresos públicos.
Por su puesto, esta no es una idea descabellada, ya que el impulso de la justicia fiscal permitiría una regulación adecuada y transparente que impactaría positivamente en la distribución de la riqueza para lograr un “trabajo decente, la reducción de la pobreza y de las desigualdades en todas sus formas”, que no es otra cosa más que la petición del respeto a los derechos humanos, conseguidos a fuerza y lucha desde hace siglos.
Me impresionó, además, la claridad de las peticiones: el rechazo a las reformas de la Ley de Asocio Público-Privado que podría devenir en la privatización del agua, la salud, la educación, entre otros. El rechazo contundente a cualquier proyecto de exploración y explotación minera, bajo cualquier modalidad.
La exigencia al Estado para que actúe con mayor contundencia para frenar las “prácticas inhumanas de explotación laboral por parte de algunos sectores productivos como maquilas, seguridad privada, construcción, sector agrícola, entre otros”. Asimismo, denunciaron “despidos masivos, cierres de empresas amañados bajo el argumento de la crisis económica para evadir el pago de salarios y demás prestaciones de ley”, que en la mayoría de casos son las mujeres las más afectadas.
Cualquiera podría pensar que esas peticiones no tienen cabida en pleno siglo XXI, que es un asunto superado; pero en este primero de Mayo esas peticiones relucen con más fuerza y presionan por una humanización de las relaciones laborales, a no perder la fe para lograr el triunfo de la libertad y la justicia para cada uno y cada una de las trabajadoras nos merecemos.