Lo vi nacer, estuve ahí cuando salió disparado del vientre de su madre, no quería abandonar ese sitio tan cómodo y acuoso, el plazo perentorio había llegado.
Ninguna droga es más efectiva que la adrenalina, me acosaron instantes de desconfianza y desasosiego: el anestesiólogo presionó con su obesidad los nueve meses de panza de mi mujer para expulsarlo a él de su edén, su fuerza fue tan intensa que el medidor de ritmos cardíaco se le zafó del dedo a ella y la terrible línea plana y el pip constante aparecieron en la pantalla, ella estaba viva ¿y él?
A él el pediatra lo recibió experimentado envolviéndolo en toallas para sacarle las flemas de la garganta. Vino el primer llanto, suficientemente traumática había sido su transición hacia a la vida como para que le estuvieran fastidiando con tamices neonatales, circuncisiones y exámenes de rutina.
Luego ella lo estrechó en sus brazos, pobre, había quedado aplastada y sudorosa por el esfuerzo, bastante certero es el dicho que afirma que madre solo hay una, llevar cargado a alguien dentro durante nueve meses fomenta amores y complicidades, por eso los padres somos seres accesorios, personajes secundarios que debemos asumir nuestro papel día con día.
Eso sucedió una madrugada de enero de hace 22 años, su nacimiento coincidió con el cumpleaños de uno de mis hermanos más queridos, conjunción de fechas que ha sido recurrente en mi familia.
Hoy, él ya creció, aunque siempre será mi pequeño, es un joven estudiante de economía que está descubriendo la brutalidad de un sistema descarnado en el que todos tenemos un código de barras, su generación tiene desde ya la obligación de resolver toda la mar de yerros actuales, un barroco inhóspito de equivocaciones y estupideces.
He hablado con él, aunque sabe que soy de pocas palabras, somos iguales pero tan distintos.
Es en este tiempo de androginia declarada cuando él pondrá a prueba mi calidad como padre, escarbo entre las sombras por si se asoma algún recuerdo de lo que yo viví a esa edad, cuando uno se come el mundo de un bocado.
Él, al igual que yo, estudiamos en escuelas con orientación católica, en las que se vive entre algodones, éstas son ínsulas ideales en las que se estimula la soberbia como forma de vida, sin embargo, sus métodos de enseñanza son superiores a la instrucción pública.
Yo, a semejanza de él, crecimos en hogares henchidos de amor y respeto a la individualidad, a ambos nos resulta fácil el aprendizaje.
En este andar sobre el pantano contemplaré sus pasos, lo sujetaré del cuello y los hombros cada vez que se caiga, espero equivocarme lo menos posible.