Por Nelson López Rojas
Decía Andrés Bello que nuestro voseo (o sea, decir “vos” y no “tú”) era una aberración que debía evitarse, pero se quedó con las ganas pues las lenguas son dinámicas y el lenguaje evoluciona tanto como la cultura, pero como dicen por ahí “a la fuerza ni la comida es buena”. Lo complicado de la oralidad en el lenguaje inclusivo hace que muchos lo rechacen a tal punto de satanizarlo.
En pleno 2022, existen puristas que se aferran a una gramática prescriptiva —las cosas como deben ser— y liberales que —sin saberlo— están del lado de la gramática descriptiva, la que no obliga, la que es permisiva según los cambios en la sociedad. Sin embargo, hay quienes que, a conveniencia, por capricho o por inseguridad, doblan las reglas gramaticales o sociolingüísticas para obtener algún beneficio.
Esto se da tanto en el lenguaje como en otros aspectos de nuestra salvadoreñidad. Hablamos tanto de tolerancia, de igualdad e inclusión, pero como en muchas áreas de los salvadoreños, nos falta claridad y precisión. Queremos etiquetar personas dentro de la sombrilla LGBT+ y se nos olvida que no podemos ponerle la “e” a algo para parecer neutro mientras haya personas que se autoperciban como lo contrario y que han luchado contra la corriente para que se les hable con los pronombres de su preferencia. Un trans hombre → mujer quiere que le agreguen la “a” y no mantenerse en la neutralidad, pues se identifica con un género opuesto al que nació.
Hablamos que hay que ser incluyente en cuestiones raciales, pero cuando se trata de mi hija no quiero que se meta con ningún negro en Estados Unidos y se aplaude cuando se mete con un caucásico… y de ahí aquel nefasto término “mejorar la raza”. En términos clasistas “todos somos iguales”, a menos que mi hija se quiera meter con un motorista de la 101 y no con el doctor que toda familia anhela tener.
Se habla de turismo inclusivo y no creamos condiciones ni infraestructura para las personas de la tercera edad o con alguna deficiencia motriz, cognitiva, visual o de cualquier índole. Inclusividad en la oralidad, no para las señas ni el braille. ¿Qué tal si se hacen puertas anchas para personas que usan sillas de ruedas?
Pero volvamos al idioma. El nivel ortográfico de muchos es deplorable, pero no todos hemos tenido la oportunidad de estudiar formalmente. Aunque también sé que hay doctores, veterinarios, abogados e ingenieros que no conocen las tildes ni las haches y así se atreven a querer opinar en un idioma inclusivo. Hay quienes que en las redes sociales se dedican a ser los policías de la gramática o tildar de machista, homofóbico, retrógrado o excluyente y a esparcir odio contra todo aquel que discrepe con sus creencias.
Hay quienes aseguran que las mujeres deben sacudirse el patriarcado opresor en el idioma. La realidad histórica de invisibilizar a las personas no depende singularmente del idioma, más bien de tantas normas y patrones que venimos arrastrando por tantos siglos, sino preguntémonos por qué hay mujeres que cuando se casan quiere seguir usando el “de” como señal de orgullo de pertenecer a alguien. Es tan difícil mudar las costumbres y los pensamientos de las personas.
Entiendo que no estamos en Noruega, pero no hay que esperar a que en El Salvador del 2080 se comience a hablar de esto. Sé también que para normalizar la diversidad, el ser diferente, el verse distinto a los demás, sin ridiculizarlos hace falta mucho camino por recorrer. Cualquier cambio en el idioma tiene que ser libre y espontáneo, no forzado ni prescrito por la academia ni por los pregoneros de la inclusividad lingüística. Si a vos te gusta decir amigues, dale. Si te gusta besar mujeres, dale. Nada a la fuerza ni bajo el chantaje religioso o moral de ser tildado con algunas de las etiquetas hirientes de los que se envuelven con la sábana del amor.