CAMBRIDGE – Después de la crisis financiera global de 2008, los gobiernos y bancos centrales de las economías avanzadas juraron no permitir nunca más que el sistema bancario tomara de rehén a la formulación de políticas, y mucho menos que pusiera en riesgo el bienestar económico y social. Trece años después, han cumplido la promesa sólo en parte. Otro sector de las finanzas amenaza con arruinar lo que puede ser (mejor dicho, lo que debe ser) una recuperación duradera, inclusiva y sostenible tras el espantoso shock de la COVID‑19.
La historia de la crisis de 2008 se contó muchas veces. Fascinado por la capacidad de innovaciones financieras como la titulización para trocear los riesgos, el sector público se retiró, para dar a las finanzas más espacio en el cual urdir su magia. Y algunos países, no contentos con suavizar la regulación y supervisión del sistema bancario, pasaron a la ofensiva decididos a convertirse en grandes centros de las finanzas internacionales, sin tener en cuenta el tamaño de sus economías reales.
Mientras esto sucedía, nadie advirtió la peligrosa dinámica de exuberancia en la que estaba cayendo el sector financiero, una dinámica que ya se había observado con otras grandes innovaciones como la máquina de vapor y la fibra óptica. En ambos casos, actividades que antes eran inalcanzables para la mayoría se volvieron de pronto accesibles y baratas, y hubo una sobrerreacción inicial de la producción y el consumo.
Así pues, las fábricas de crédito y apalancamiento de Wall Street aceleraron las máquinas e inundaron el mercado de la vivienda y otros sectores con nuevos productos financieros, desprovistos de salvaguardas suficientes. Al principio, para agilizar la adopción de los productos, las instituciones financieras relajaron las normas de otorgamiento de crédito; por ejemplo, ofreciendo hipotecas a personas sin ingresos, trabajo ni activos (hipotecas «ninja»: no income, no job, no assets) a las que no obligaban a demostrar su solvencia. Luego empezaron a comerciar entre ellas grandes volúmenes de los títulos así creados.
Cuando los gobiernos y bancos centrales se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo, ya era demasiado tarde. Como dice la famosa ley del economista estadounidense Herbert Stein: si es insostenible, en algún momento se termina. La implosión financiera resultante amenazó con causar una depresión global y obligó a las autoridades a rescatar a quienes con su conducta temeraria habían causado el problema.
Es verdad que las autoridades también dictaron medidas para reducir el riesgo bancario. Aumentaron las reservas de capital obligatorias, mejoraron los mecanismos de supervisión in situ y prohibieron ciertas actividades. Pero aunque gobiernos y bancos centrales lograron reducir los riesgos sistémicos emanados del sistema bancario, no comprendieron ni vigilaron de cerca su evolución posterior.
Lo que ocurrió fue que el vacío resultante lo llenó el sector no bancario, todavía poco vigilado y regulado. Y el crecimiento del sector financiero (en términos absolutos y respecto del tamaño de las economías nacionales) no se detuvo. Los bancos centrales cayeron en una enfermiza codependencia con los mercados, en la que perdieron flexibilidad para la formulación de políticas al tiempo que ponían en riesgo la credibilidad a largo plazo de la que dependen para cumplir su misión con eficacia. Mientras esto sucedía, el volumen de activos administrados y el apalancamiento en «cuentas de margen» crecieron a niveles récord (y lo mismo ocurrió con los niveles de endeudamiento y con el balance de la Reserva Federal de los Estados Unidos).
Por las cifras involucradas, no sorprende que los bancos centrales sean los primeros en andarse con mucho cuidado estos días, por temor a que una intervención en los mercados financieros debilite la recuperación económica pospandemia. Hoy el sector financiero es una carretera en la que muchos autos van a velocidad excesiva (incluso temeraria) y en la que este año estuvimos a punto de presenciar tres accidentes: uno en el mercado de deuda pública, otro, cuando inversores minoristas pusieron contra las cuerdas a la industria de fondos de cobertura, y otro en el que un fondo de inversión familiar hiperapalancado dejó un puñado de bancos con pérdidas que ascienden a unos diez mil millones de dólares. Fue la buena suerte, más que medidas oficiales de prevención de crisis, lo que evitó que alguno de estos hechos se convirtiera en un desastre para la totalidad del sistema financiero.
Al parecer, el historial de codependencia entre los bancos centrales y el sector financiero llevó a las autoridades a creer que la única opción que tenían era aislar al sector de las duras realidades de la pandemia. Eso provocó una desconexión aún más asombrosa entre el mundo de las finanzas y la economía real, y agregó otro aporte preocupante a la desigualdad en la distribución de la riqueza. Entre abril de 2020 y abril de 2021, la riqueza combinada de los milmillonarios incluidos en la lista anual internacional de la revista Forbes registró un aumento récord de cinco billones de dólares (de ocho a trece). Y la población milmillonaria del mundo sumó desde el año pasado casi 700 personas, llegando a más de 2700, la mayor cantidad en la historia.
Sería pues imprudente que las autoridades se limiten a esperar lo mejor; es decir, alguna especie de deus ex machina financiero en la que una recuperación económica veloz y sustancial venga a rescatarnos de la enorme acumulación de deuda, apalancamiento y alza de precios de los activos. En vez de eso, las autoridades tienen que actuar ahora para poner límites a la excesiva asunción de riesgos del sector financiero. Esto incluye contener y reducir el apalancamiento en cuentas de margen; imponer a los agentes de bolsa normas más estrictas respecto de las recomendaciones que dan a sus clientes; mejorar la evaluación, la supervisión y la regulación de las instituciones no bancarias; y reducir las exenciones impositivas a las ganancias financieras.
Estas medidas, por separado o en conjunto, no son la panacea para un problema persistente y creciente. Pero eso no es excusa para seguir demorando una respuesta. Cuanto más tiempo permitan las autoridades la continuidad de la dinámica actual, mayor será la amenaza contra el bienestar económico y social, y mayor el riesgo de que (por injusto que sea y tras tantos años de promesas) vuelva a estallar una crisis en el mismo sector de la vez anterior.
Traducción: Esteban Flamini
Mohamed A. El-Erian, rector del Queens College en la Universidad de Cambridge, presidió el Consejo de Desarrollo Global del presidente Barack Obama, y es autor de Lo único importante: cómo evitar el próximo, e inminente, colapso financiero.
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