Por Benjamín Cuéllar
Belisario Betancur, importante actor en la historia de nuestra posguerra tras presidir la Comisión de la Verdad para El Salvador, gobernó Colombia de 1982 a 1986. De su mandato, destaco tres escenarios: los embates del “narcoterrorismo”, la toma del Palacio de Justicia por el Movimiento 19 de abril –conocido como “M-19”‒ y la firma de acuerdos para frenar las hostilidades y zanjar políticamente el conflicto armado, tanto con esta organización como con el Ejército Popular de Liberación (EPL) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Pasaron más de tres décadas plagadas de grandes dificultades y serios tropiezos, desencuentros y hechos sangrientos, hasta poder sentarse a conversar y coronar exitosamente las negociaciones con esta última agrupación el 24 de noviembre del 2016 siendo presidente Juan Manuel Santos.
No fue tranquila esa operación culminada después de altos al fuego, treguas, diálogos y pactos fallidos, asesinatos y desapariciones forzadas. “Al firmar este acuerdo como presidente de todos los colombianos –afirmó Santos– quiero invitarlos a que con la mente y el corazón abierto le demos la oportunidad a la paz”.
Tampoco ha sido fácil nuestro recorrido hasta llegar a la situación en que nos encontramos, la cual no es nada halagüeña. En mi país se desperdiciaron, irresponsablemente, varios chances para evitar la confrontación bélica; más bien se abonó el terreno para su estallido con fraudes electorales, represión contra la oposición y graves violaciones de derechos humanos por razones políticas. Así, explotó la bomba de tiempo llamada El Salvador al enfrentarse en el campo de batalla cinco fuerzas rebeldes –unidas bajo una sola bandera– contra un régimen oprobioso que, mediante el terrorismo estatal, le cerró todas las puertas a cualquier posible solución civilizada para superar los problemas estructurales del país; problemas históricos que, a falta de otras alternativas, a final de cuentas terminaron forzando a que buena parte de la población tomara las armas para alzarse contra la dictadura militar.
También hubo que transitar una larga ruta hasta finalizar la guerra. Y luego del cese al fuego exitoso entre las partes, estas se encargaron de regarla a más no poder. Alfredo Cristiani dijo el 16 de enero de 1992, al firmarse el llamado “Acuerdo de Chapultepec”, que se estaba realizando “un acto de fe en la libertad y perfectibilidad de todo un pueblo cuyo sufrimiento y estoicismo” le otorgaban el “supremo derecho a la esperanza. Esa esperanza en una vida más humana y más plena sin exclusiones y privilegios, toma cuerpo en el acuerdo de paz”; por ello, este “es una plataforma de armonía para el presente y para el futuro”. No obstante haya sido dicho de otra manera casi veinticinco años antes que en Colombia, el contenido de esa formulación presidencial es el mismo que el planteado por Santos y no lo aprovechamos. Por eso hoy, estamos como estamos.
Cuando digo que no lo aprovechamos, digo bien. Porque como pueblo sufrido nos quedamos solo con el reconocimiento de ese “derecho a la esperanza”, pero desperdiciamos la oportunidad de figurar activamente lanzándonos con todo a ejercerlo y hacerlo valer –como debió haber sido– hasta alcanzar su realización plena. Es que inocente y crédulamente se pensó que quienes hicieron la guerra, trabajarían seria y responsablemente para pasar de la ausencia de esta a la vivencia de una paz fundada en el respeto pleno de los derechos humanos de todas y todos.
El problema, grave por cierto, es que a estas alturas de nuestra historia mucha gente no la conoce o –peor aún– conociéndola no ha aprendido de sus lecciones y cree que, tras rechazar a “los mismos de siempre”, serán las mentadas “nuevas ideas” de quienes en buena medida fueron parte de estos las que salvarán al país. Lamentablemente, después de tres años de tener que soportar lo que ahora nombran el “bukelismo”, eso ni está ocurriendo ni va a ocurrir.
No pocas veces me invitaron a Colombia organizaciones de víctimas y organismos de derechos humanos, mientras se negociaba el acuerdo de paz antes citado. Siempre les advertí que no iba a decirles qué hacer sino qué no hacer: confiar a ciegas en los politiqueros y renunciar al protagonismo propio para exigir el cumplimiento de lo convenido en relación con la verdad de los hechos ocurridos contra la dignidad humana, la justicia para las víctimas, su reparación integral y las garantías de no repetición. Porque, como bien dijo Lanssiers, “quien vive de la esperanza muere en ayunas”.