lunes, 15 abril 2024
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Matador

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Fue desde entonces y no después que todos y todas, pues, nacimos como dijo el poeta: medio muertos. Por eso, también, Dalton le cantó a “Anastasio Izalco, Lempa Aquino”: Benjamín Cuéllar.

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Por: Benjamín Cuéllar Martínez.

“Todos nacimos medio muertos en 1932. Sobrevivimos pero medio vivos, cada uno con una cuenta de treinta mil muertos enteros”. Es ese el inicio de uno de los poemas emblemáticos de Roque Dalton, a quien le terminaron de matar la otra mitad de su humanidad unos cobardes “compañeros de lucha” el 10 de mayo de 1975. De una lucha popular cuya promisoria y ansiada cosecha se perdió –en buena medida– con el paso de un tiempo plagado de traiciones y cobardías, acomodamientos y  miserias, ambiciones y picardías que acabaron instalándose por sobre las carencias y los dolores, las ausencias y los horrores, las aspiraciones no cumplidas y los sempiternos temores que han magullado y sangrado una pérfida historia nacional como la nuestra, en perjuicio de las y los “tristes más tristes del mundo”. Sin embargo, pienso yo, nuestro inmolado bardo revolucionario se equivocó. Lo digo sin dudarlo. 

El Estado de El Salvador fue proclamado en la Constitución de 1824, “libre e independiente de España y de México”; también de cualquier “otra potencia o gobierno extranjero”. Y “jamás” sería, quedó escrito en su texto, “patrimonio de ninguna familia ni persona”; pero sí formaría parte de la República Federal centroamericana. En tal escenario, antes de cumplirse una década –en 1833– se produjo el levantamiento encabezado por Anastasio Aquino que inició en Santiago Nonualco y se extendió a lo largo de otros pueblos hermanos, generando simpatía en algunos municipios un poco más lejanos. Derrotadas las tropas rebeldes, le arrancaron la cabeza al líder para exhibirla en la plaza pública con un subliminal mensaje macabro: así terminarán aquellos que osen enfrentarse al poder.

Fue desde entonces y no después que todos y todas, pues, nacimos como dijo el poeta: medio muertos. Por eso, también, Dalton le cantó a “Anastasio Izalco, Lempa Aquino” diciéndole: “Desde que tú naciste se ha hecho necesario apellidar la lucha y ponerle tu nombre”. Y desde entonces, también, hubo que ponerle nombre y apellido a la contraparte del pueblo sufrido: Estado matador. El aparataje del poder con su máscara formal y su rostro real ‒el de sus familias dueñas‒ se convirtió en eso y volvió a las andadas de forma atroz, inmisericorde y escandalosa en enero de 1932 cuando consumó la matanza de decenas de miles de indígenas y campesinos, principalmente en la zona occidental del país.

El cuerpo sin vida del asesinado Feliciano Ama –uno de los principales líderes de ese casi suicida alzamiento– fue colgado de un árbol y exhibido al igual que la cabeza de Aquino, un siglo atrás, para transmitir la misma inhumana advertencia: cuando la pobrería proteste por aguantar hambre, correrá a montones su sangre. Ama también fue de los que, después de Aquino, nació medio muerto y por querer vivir con dignidad también dispusieron los siempre malignos matar la otra mitad de su humanidad.

Así se instauró el despotismo de casi trece años, encabezado por el brigadier Maximiliano Hernández Martínez. Este hizo y deshizo, persiguió y encarceló, torturó y mató a quien tuviera la osadía de cuestionar sus designios o –de plano– se atreviera a enfrentar sus perversidades. Pero después de tan largo período de violación, manoseo y desprecio tanto de la Constitución como del resto de la legalidad, cayó el tirano pero también cayó el pueblo en la trampa del Estado matador que siguió manteniendo vigente una dictadura militar “reciclable” cada cierto período, ya sea por elecciones fraudulentas o por el derrocamiento de Gobiernos mediante los cuartelazos tan conocidos en estas tierras. Y así continuó el país hasta que se desató al interior de sus fronteras –en enero de 1981– una guerra nunca vista y sufrida en la región, medio siglo después de la barbarie de 1932.

Tras once años de su inicio, el conflicto bélico finalizó con los acuerdos firmados entre las partes enfrentadas. Pero la muerte violenta siguió paseándose por el territorio nacional, ya no por la acción sino por la omisión de un poder formal siempre propiciador de tal azote. Y así creció la “tropa”, léase las maras, de las mafias de altos vuelos. Por las grotescas políticas de seguridad pública para dizque “enfrentarla” –diseñadas siempre y hasta hoy con propósitos electoreros– vimos desfilar “manos duras” y “súper duras”, grupos de exterminio integrados por agentes estatales o particulares oficialmente bendecidos, militares envalentonados y fuertemente armados y una corporación policial cada vez más incivil para llegar a lo que ahora hemos llegado: al raudo y veloz establecimiento de un régimen autoritario, afincado en una Fuerza Armada engallada, que ya empezó a producir sus propios muertos en el marco de una nueva “guerra”.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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