Leído en el acto de entrega de parte de las cenizas de Claribel Alegría y Darwin Flakoll, en el Museo Nacional de Antropología de El Salvador, 9 de febrero de 2018.
Se me ha pedido hablar de la obra de Claribel Alegría en esta ocasión en que la recibimos. Que sean nuestros corazones así como la tierra nuestra: abierta, porosa, tibia para acogerla y asimilarla para fundamentarnos mejor. Pero es difícil para mí hablar de su obra sin tenerla presente, como amiga, como la persona de gran corazón que fue y es. Porque todo lo que Claribel es, así, en tiempo presente, se siente en su obra y su voz dulce se escucha, nítida, al leer sus poemas, y su voz vibra, vehemente, cuando le da voz a otros, a otras que no tenían voz, a los que esta voz les fue históricamente negada, como lo hiciera tantas veces junto al entrañable Darwin Flakoll, “Bud”, es decir, amigo. Esa voz, tan suya, tan cristalina, como cuando decía, “¿te das cuenta?”, o cuando enfatizaba, “¡qué maravilla!”. Sí, nos damos cuenta, ahora, de la maravilla de tu presencia.
Hablar de la obra de Claribel sería hablar de los libros que escribieron a cuatro manos con Bud, y hablar de Beni, del Niño que esperaba a Ayer y, por qué no, también de Luisa que es tan Claribel y tan Alicia, la del país de las maravillas, pero extraviada en el seno de la tierra salvadoreña, esa misma que la arropará como hoy la arropa Nicaragua. Tendría que hablar de sus libros de testimonio -una paciente tarea contra el olvido, para que no olvidemos a Eugenia, ni a los compañeros que huyeron a la libertad en un túnel casi imposible. Y tendría que hablar de Cenizas de Izalco, uno de los primeros libros en el que se tuvo el valor de hablar del 32. Todo esto lo escribió con Darwin Flakoll, quien la amo como nadie y supo apreciar a la excepcional mujer que tuvo por compañera.
Hablar de la obra de Claribel sería también hablar de sus traducciones, de las que hizo en solitario, de las que hizo con Bud y también con su hijo Erick. La traducción tiene algo parecido al testimonio, me parece. En ambos hay una labor de empatía, de comprensión de la voz de la otra persona -la que escribe en otra lengua o la que, en su propia lengua de sabiduría y dolor, narra su historia-. Es usar la propia voz para que la voz del Otro tome lugar. Una tarea delicada, porque hay que hacerlo sin impostar, sin imitar, pero tampoco sin imponerse, pero, a la vez, dejando una huella sutil, inevitable, que es la del acento personal de quien, como Bud y Claribel, tradujeron y testimoniaron los textos y los testimonios de otros que no hubieran podido hacerlo de otra forma.
Hablaré brevemente de su poesía. Leerla es leer sus distintas edades. Desde Anillo de silencio, su primer libro, que hizo con el acompañamiento de Juan Ramón Jiménez, su poesía juvenil -no exenta de rigor, al grado que condenó su segundo libro, Suites, a nunca volver a aparecer, porque lo consideraba horroroso, en palabras suyas.
Hay un título suyo, muy lindo, que habla de algo terrible: la masacre del Sumpul. El título habla, no de un poemario, sino de un poema-río. Su poesía, escrita a lo largo de casi setenta años, es un río, los ríos que supo navegar poéticamente un compañero poeta del siglo XV, Jorge Manrique. Un río que tiene diferentes títulos, como orillas tienen los ríos anchos y puros. En ese río, que no sólo es prístino como el día, que no sólo es Alegría, como su nombre, que es también oscuro y viene del subsuelo, hay desilusiones, desencantos, muchas saudades, pero nada de amargura, porque la poeta supo que todo era parte de la vida, incluyendo las tragedias personales y las tragedias de nuestros pueblos, y supo que había que abrazarlas. Por eso, qué bella es su forma de despedir a Bud, de prepararse para la partida definitiva, por ejemplo, desde Umbrales, su forma de recibir, con los brazos abiertos, lo que vendrá, lo que ocurre ahora.
Por eso las palabras son insuficientes, querida Claribel, y por eso estamos atentos a recibirte con este amor extraño, “que mientras más me despoja, más me colma”. Despojados de vos, pero también, plenos, colmados de todo lo que diste con amor. “¡Qué maravilla!”.