lunes, 15 abril 2024
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Los partidos polí­ticos, una figura agotada

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Voto en elecciones: el nuevo instrumento de la reorganización social de la población

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En 1997 indiqué sobre la reconformación de la vida polí­tica en El Salvador. Desde luego, únicamente explicable y real a partir de la reorganización mundial de la polí­tica, economí­a y los recursos naturales y humanos presentes en este siglo. Lo que llamo reconfiguración y reconformación de la vida polí­tica en El Salvador, no es pues una expresión solitaria, autónoma del contexto global, por el contrario, solo es explicable a partir de esa nueva forma que el capital internacional ha adquirido en cada uno de los paí­ses que producen las mercancí­as globales, como en aquellos que las consumen.

Sin la intención de exponer el contexto de esos paí­ses autollamados industrializados, civilizados y de primer mundo, es importante referir en primer término las condiciones en las cuales se circunscribe la vida polí­tica, económica social y cultural de El Salvador. En esa lí­nea, me interesa referirme en primer término, desde luego, someramente, a esas condiciones globales que predominan y, en algunos otros, determinan la vida polí­tica y económica del paí­s. Parece justo comenzar por lo real y lo concreto, por el supuesto efectivo; así­, por ej., en la economí­a, por la población en su conjunto. Sin embargo, si se examina con mayor atención, esto se revela [como] falso. La población es una abstracción si dejo de lado, p. ej., las clases de que se compone [1]. Esta apreciación que utilizo con toda intención, me permite ofrecer la idea metodológica de explicar los cambios de pensamiento de la cultura polí­tica de la población salvadoreña, en un contexto internacional que, aunque parezca ausente a su cotidianidad, se halla inmerso en la refuncionalización que las mismas instituciones del estado requieren, siendo entonces que dichas instituciones, constituyen el ví­nculo inequí­voco entre el individuo y su proceso de identidad local y nacional. De ello desprendo la importancia de comenzar por lo real y lo concreto: el contexto internacional.

[“¦]  Hasta hace aproximadamente una década, el sentido común y las ideas «cientí­ficas» sobre el proceso de modernización coincidí­an. Este proceso podí­a dividirse en cinco estadios o fases”¦ primero vendrí­a la sociedad tradicional, caracterizada económicamente por un bajo nivel de tecnologí­a, por una alta concentración de recursos agrí­colas y por un tope muy bajo de productividad. En la segunda fase aparecerí­an las precondiciones básicas para el desarrollo, es decir, un estado nacional centralizado eficaz y la fe generalizada en el progreso económico. Durante este perí­odo de transición, el capital se moviliza, se incrementa el comercio y se desarrolla la tecnologí­a, y el gobierno comienza a propiciar el crecimiento económico. Llegado a un determinado umbral, tiene lugar el «despegue» “”la sociedad «pone la directa». De ahí­ «pasará a la madurez » (fase 4) por propio impulso hasta la fase 5, en que se alcanza una «fase de gran consumo de masas» [“¦] [2]. Este que ha sido el diseño del proceso de modernización establecido por los paí­ses  autodenominados “civilizados” y dirigido a los paí­ses empobrecidos, no ha variado sustancialmente desde mediados del siglo pasado hasta la fecha. La idea unilineal emanada del evolucionismo clásico en el sentido que todos los paí­ses deben pasar por los mismos estadios , fases o etapas, continua vigente; pese a que la misma historia se ha encargado de demostrar a esos paí­ses “civilizados”, que dicho postulado es, además de racista y excluyente, plenamente falso.

¿Pero, qué tiene que ver el asunto de las fases o etapas con El Salvador?

Si seguimos la premisa anterior del evolucionismo, habremos de identificar posiblemente, que en materia de desarrollo humano y progreso tecnológico el paí­s es considerado como una especie de sincretismo entre la primera y segunda fase y quizás, en el mejor de los casos, con algunos breves y fugaces destellos de la tercera. En tales condiciones, las probabilidades de respeto histórico, polí­tico, social, cultural, educativo y económico se diluyen con la misma facilidad que se diluye cualquier Programa institucional que se cree o se ejecute, su tiempo de vida dependerá siempre del tiempo que dure el financiamiento o disposición de quien lo financia. Un estado (El Salvador como cualquier otro) con tales caracterí­sticas institucionales muy poco puede hacer en materia de sostenibilidad de sus instituciones jurí­dicas, polí­ticas, económicas, educativas, de salud, etc.

Y, es que paí­ses en tales condiciones son considerados como “sociedades inmaduras”, infantes que hay que hay que llevar de la mano para guiar su camino, es decir, sociedades que no alcanzan a madurar (fase 4). Dicha posición en la escala psicológica de madurez, convierte muchos paí­ses -““naturalmente a El Salvador— en una sociedad poco confiable para la inversión, crédito o caridad internacional. 

No es pues, el mito de la inseguridad ciudadana lo que entorpece la inversión extrajera. Si esto fuese de esa manera, todas las sociedades en pobreza, miseria o guerra, habrí­an dejado de existir. Por el contrario, han emergido nuevos tipos de capital local (comercial, mercantil, manufacturero, etc.). Más bien, se objeta la forma de administración del estado, un estado sin proyecto de nación propio solo sobrevive, subsiste pero está condenado a los vaivenes de otros, de los que deciden.

El problema de los partidos polí­ticos convertidos en administradores del estado

En primer término, caben muchas preguntas sobre la existencia misma de los partidos. Por ejemplo, ¿son los partidos la única y mejor representación democrática de la sociedad?, ¿es posible una sociedad sin partidos polí­ticos?, ¿podrí­a la sociedad crear sus propios sistema democrático activo, participado, identitario para representarse a si misma y gobernar sus propias entidades?

En el siglo VI a.c., Grecia, el referente más recurrido de organización democrática, fijó la instalación de una Asamblea en Atenas  en la que surgen el partido Democrático (defendido por los gobernantes en representación de los pueblos) y el representante de la Nobleza. Mucho después, en el siglo XVII, desde la Reform Act en Gran Bretaña (1832) hasta la fecha, han sido los partidos polí­ticos, el principal instrumento de organización polí­tica de la sociedad. Desde luego, al menos en mi opinión, dicha forma corresponde al concepto de “democracia, estado moderno, actividad polí­tica” que los estados han dispuesto para la obtención del poder institucional. Pero quizás, uno de los grandes problemas sea precisamente ese: unificar la actividad polí­tica con la administración institucional.

El estado es plenamente administrador y, en consecuencia, quienes lo dirigen se convierten en eso, en administradores de las instituciones que conforman el estado. Su cometido principal consiste en garantizar que las instituciones funcionen. El sistema social, polí­tico, económico, cultural, educativo, etc., se sostiene sobre el principio del organicismo social que se ufana de lograr que el Todo social, funcione de acuerdo a su identidad. Así­ pues, si las instituciones se convierten en las múltiples y disimiles identidades del estado, su naturaleza social debe consistir en otorgar a los individuos esa misma identidad a partir de la condición multiétnica, pluricultural histórica y emergente de cada individuo, de cada grupo humano al que pertenezca. En diversas ocasiones he señalado la insistencia de los partidos en autodenominarse “institutos polí­ticos”. Esta auto calificación es más que un problema semántico, en este caso, más que una expresión. El problema de dicha aplicación consiste en inducir a la población a establecer una analogí­a entre las instituciones, la institucionalidad y los partidos.

Si bien el concepto de partido polí­tico se circunscribe a la esfera de las instituciones del estado, los partidos (En Sí­) no constituyen esa forma de existencia. Las instituciones jurí­dicas, polí­ticas, económicas, culturales, sociales, etc. que configuran el concepto de estado adquieren su propia existencia en tanto alcanzan su institucionalidad, es decir, un estado de conciencia en los individuos que encuentran en ellas, su propia realización (Para Sí­). Así­ pues, los partidos polí­ticos representan simplemente un medio para la expresión y acción ideológica y social de los individuos, pero nunca, pueden considerarse Sujetos Históricos, la historia es propiedad de los pueblos y son éstos los únicos que pueden hacerla.

Pero resulta que en el ejercicio del cumplimiento de las identidades institucionales, la posible confusión de quienes administran el estado consista en suponer que la administración es análoga a la autopoiesis de sus propios partidos. Si este fuese el caso, se confunde el cometido de un partido (identidad ideológica) con las identidades institucionales, homologando con ello el concepto de institución pública o privada, con el concepto de partido polí­tico. Los partidos no son institutos polí­ticos. Me parece una lamentable confusión que solo pude existir por desconocimiento o por pretensión de ser lo que no se es. La dualidad del Ser en ese caso, no es de carácter ontológica, sino, principalmente, imaginaria, subjetiva. Para Platón, la democracia se entiende como forma del Estado en que el demo o pueblo es dueño de sí­ mismo, su concepción resulta irrealizable, absurda y ridí­cula; porque el que es dueño de sí­ mismo es también esclavo de sí­ mismo y con ello se hacen coincidir en un mismo ser dos posiciones distintas, opuestas a irreductibles [3] y agrega que [“¦] la democracia no es, ni puede ser por tanto, el régimen en que el poder es ejercido por el pueblo ni por su mayorí­a, sino el predominio alterno, irregular y caprichoso de las distintas clases y tendencias: más que régimen, es una almáciga de regí­menes en que todos brotan, crecen y se contrastan hasta que se impone alguno de ellos y la democracia desaparece[“¦] [4]

En definitiva, convertir la actividad polí­tica en administración del estado a través de los partidos, me resulta un tanto ““incluso””muy alejada de los orí­genes mismos de la organización polí­tica Ateniense la cual, hipotéticamente, ha servido de modelo para la organización polí­tica de los estados modernos. Por el contrario. Tal parece que el “sistema” de partidos polí­ticos ha mermado el desarrollo y progreso de muchas sociedades. En realidad la lucha polí­tica los partidos se circunscriben a la administración del estado, es decir,  Poder Polí­tico del Estado.

Pero dicha lucha polí­tica por el Poder se halla profundamente huérfana si no se acompaña del control sobre los aparatos ideológicos de ese estado: las instituciones. Una cosa es el Poder y otra, el control de las instituciones, las cuales, en definitiva constituyen la estructura básica, elemental del estado en pleno. Me parece, a decir de los signos que leo en cuanto a la realidad salvadoreña, que la tarea para cualquier partido en el gobierno se hace sumamente difí­cil, sobre todo si no cuenta con la capacidad para diferenciar lo partidario con la administración del estado. Una primera dificultad se expresa en alcanzar la unicidad entre el Poder y el Control. Si las instituciones, como he dicho antes, constituyen la estructura central de la administración, muy difí­cil se hace que haya, simultáneamente, unidad entre el poder y el control. Normalmente, los gobiernos se ocupan de ejercer el poder sobre las instituciones, particularmente y predominantemente, nombrando individuos y abriendo cargos públicos sin mayor menester que pagar las deudas polí­ticas o económicas que contraen con individuos o entidades durante sus campañas. Con esa visión, la imposición de individuos en la administración de las instituciones tienen como punto de partida la controversia y negación de aceptabilidad, ese es ya, el primer indicador de desarticulación intra e interinstitucional.    Una segunda dificultad, entre tantas, consiste en adolecer la carencia de un Proyecto de Nación. Sin proyecto de nación no puede haber proyecto institucional. Las polí­ticas públicas institucionales se sustentan en la identidad nacional expresada en el proyecto de nación. Para lograr la realización de esas identidades, se diseñan rumbos, metodologí­as, formas, figuras y lo necesario para su debido cumplimiento. Una institución sostenida sobre Programas o Proyectos temporales, eventuales, efí­meros y oportunistas, no logra convertirse en la estructura del estado polí­tico, por el contrario, se convierte en negación del mismo sistema y por tanto, los resultados de ellas mismas serán opuestos a su propia función, la cual, en esencia, por la intervención de los partidos polí­ticos en la administración del estado, las convierte en instituciones privadas, ya que en realidad, la mayor parte de aparatos ideológicos del estado vienen del dominio privado, esto es que “[“¦] son privadas las iglesias, los partidos, los sindicatos, las familias, la mayorí­a de diarios, las instituciones culturales, etc.[“¦]” [5]

La administración del estado sin partidos polí­ticos

Está claro que son los partidos polí­ticos el instrumento para la obtención del poder polí­tico, empero, he sostenido que dichos instrumentos habrán de modificarse. En “Reconvertir los partidos polí­ticos y estado salvadoreño: una ruptura imperativa contra el escepticismo polí­tico” me ocupé de señalar que “[“¦] el asunto de la Reconversión habrí­a de comprometer también a quienes hacen de la polí­tica su medio de vida y de quienes le hacen posible ese medio de vida. Es el estado en pleno. Pero el estado no es una abstracción. Comprende disimiles elementos que se generan y regeneran de acuerdo a los tiempos históricos. Territorio y población se modifican, configuran y reconfiguran en virtud de su necesidad. Esa forma de lenguaje, identidad, proyecto de vida y de nación que se halla en cada territorio habrí­a de convertirse en el medio explí­cito del quehacer polí­tico. Se trata pues, que la Reconversión de los partidos polí­ticos lleve intrí­nsecamente la Reconversión de los territorios (economí­a, polí­tica, vivienda, paisaje natural y arquitectónico, salud, educación, cultura, etc.) que constituyen el compuesto indispensable del concepto de nación. Desde las premisas anteriores la tarea social de la población se convierte en un sendero sinuoso pero no imposible de transformar.   No es el activismo polí­tico, ideológico o practico lo que representa o satisface  la realización de la función polí­tica de la población, sino, al menos así­ me parece, la organización plena de sus identidades históricas, culturales, económicas, polí­ticas, ideológicas y sociales la que debe derivar en la organización polí­tica, NO a la inversa [“¦]” [6].  Dicho de otra manera, si bien hasta la fecha, son los partidos polí­ticos el instrumento, también es cierto que las sociedades actuales se reorganizan. Procesos migratorios, reconformaciones étnico-culturales, sociedades etarias emergentes, expansión y reducción de territorios de dominio económico y polí­tico, articulación de sectores sociales anteriormente opuestos, en fin, el siglo XXI promete ser el inicio de las transformaciones humanas que derivaran en transformaciones sociales, polí­ticas, jurí­dicas. Las Constituciones Polí­ticas de los Estados dependientes o hegemónicos ya no son las Constituciones propias. Ahora, —sobre todo para los paí­ses dependientes— los cambios en el orden jurí­dico de sus Constituciones pertenecen a TODOS. Tal como lo indiqué en 1998,  han dejado de ser Constituciones Nacionales y se transforman en Constituciones regionales, geopolí­ticas.

En tal contexto, si con el tiempo mis tesis se confirmasen, los partidos polí­ticos dejarán de existir como instrumentos y serán las mismas sociedades las que se encarguen de diseñar  nuevas formas de organización polí­tica. Insisto entonces que será el territorio, el pequeño territorio el nuevo instrumento de organización, administración y poder polí­tico de la población, lo cual, desde luego, habrá de generar una nueva forma de estado en todas las esferas de su existencia polí­tica, administrativa, económica, cultural, social, educativa, ideológica, histórica.  

Esto que propongo ha tenido ya una forma de existencia en la antigua Atenas (desde luego con sus particularidades y singularidades históricas y humanas) implica la reconversión de los llamados estados modernos ahogados en sus propias normativas, limitaciones y fracasos. Sin duda, el asunto del estado no puede pensarse ni entenderse aislado de la organización jurí­dica que tradicionalmente ha sostenido y que se encuentra ahora, en la más absoluta contraposición con la complejidad, crecimiento y desarrollo humano.

En los primeros visos de la organización del estado “el gobierno ateniense no era  la asamblea de todo el pueblo sino el medio polí­tico ideal para hacer que los magistrados y funcionarios fuesen responsables ante el cuerpo ciudadano y estuviesen sometidos a su control. El instrumento mediante el cual se conseguí­a esto era una especie de representación, aunque diferí­a en aspectos muy importantes de las ideas modernas acerca de la representación. A lo que se aspiraba era a seleccionar un cuerpo suficientemente amplio para formar una especie de cote transversal o muestra de todo el cuerpo de ciudadanos, al cual se permití­a que, en un caso dado o durante un breve periodo, actuase en nombre del pueblo. Los plazos de ejercicio de los cargos eran breves; por lo general, habí­a una disposición contraria a la reelección; de este modo se encontraba abierto el camino para que otros ciudadanos interviniesen por un turno en la dirección de los asuntos polí­ticos. Con arreglo a esta polí­tica los cargos de magistrados no eran desempeñados, por regla general, por ciudadanos individualmente considerados, sino por grupos de diez ciudadanos, escogidos de modo que cada uno de ellos fuese miembro de una de las tribus en que estaban divididos los ciudadanos. Sin embargo, la mayor parte de los magistrados tení­an poco poder. Los dos cuerpos que formaban la clave de control popular en Atenas eran el Consejo de los Quinientos y los tribunales con sus grandes jurados populares [“¦]”[ 7].

Está claro pues, que la capacidad de la población va mucho más allá de elegir a sus gobernantes. La sola elección implica reducir a dicha población a la asimilación de una cultura de supeditación, dependencia, inactividad organizativa. Así­ pues, los elegidos crean y recrean sus propios mecanismos de defensa. Normas, reglamentos, disposiciones y marañas que garanticen su estabilidad en el poder, son algunos de los elementos de los que hacen uso para su reelección. Pero lo cierto es que su conexión, articulación con la población que les elige de diluye con la misma rapidez con la que se esfuma el tiempo electoral. En tal caso, la sociedad pierde contacto con el control del estado y con ello, la generación de dos mundos (el mundo de los partidos y el mudo real de la población) parece normar la cotidianidad social.

En el inter, los partidos polí­ticos son capaces de su propia autopoiesis mediante la actividad estrictamente polí­tica-ideológica, la cual, entre otras cosas, no garantiza la transformación de la realidad de pobreza, insalubridad, desnutrición, analfabetismo, desempleo, etc. de la población, por el contrario, la actividad polí­tica partidaria parece plenamente aislada, alejada de esa realidad en una especie de generación de la construcción de dos mundos totalmente diferentes: el mundo de la realidad y el mundo de lo imaginario.

El activismo polí­tico como juego entre la ilusión y la realidad: el intermediarismo simbólico

Pese a lo que anoto en el párrafo anterior,  ofrecer algunas ideas sobre el estado de la relación entre la población y los partidos.  Sin duda, al menos hasta hoy, la población se aferra a ser parte de la actividad polí­tica que no siempre le significa cambios favorables en sus vidas, salvo, desde luego, de algún pequeño grupo de población que llega a usufructuar de manera directa su incorporación a dichas actividades. Surgen con ello al menos tres grupos. El primero, conformado por aquellos que se lucran económica, polí­tica y socialmente de la actividad polí­tica, viven de la polí­tica y que ostentan el poder polí­tico en sus propios grupos partidarios, es decir, aquellos que dirigen.  Un segundo grupo de población cercana al grupo de poder polí­tico que de manera  directa resultan favorecidos por la asignación o apoyo que reciben. Un tercer grupo, que, asociado al primero o segundo, resultan favorecidos de manera indirecta. El resto de la población únicamente reproduce y sirve para mantener las condiciones de vida de esos tres grupos asegurándoles su status quo.  

No me corresponde elaborar un estado axiológico de lo anterior, eso depende de cada sociedad y del estado de su condición de desarrollo, historia y realidad. Empero, resulta, por así­ decirlo, interesante y significativo el análisis simbólico del ejercicio polí­tico partidario de la población. NO es pues, este trabajo, un análisis polí­tico, de modo alguno se me ocurre tal pretensión. Me interesa acudir a lo que llamo SIMBOLISMO POLíTICO PARTIDARIO a la luz de lo que ahora acontece en materia de lo que llamo “el agotamiento de la figura de los partidos polí­ticos” tanto en El Salvador como en muchos paí­ses. 

Entre la ilusión y la realidad: el intermediarismo polí­tico simbólico

No podemos negar que la actividad de los partidos tiene su impacto. Genera imaginarios, ilusiones. La fantasí­a de vivir en un mundo irreal. Hace suponer a los individuos que su vida varí­a sustancialmente (aunque permanezcan en la misma condición de hambre, desempleo, insalubridad, analfabetismo, exclusión, etc.) y que carecer de mejores condiciones de vida se debe principalmente a la culpa del otro partido, de lo Otro. El uso lúdico de lo simbólico en materia ideológica tiene su impacto.

La población asimila con facilidad el discurso y la retórica por la necesidad histórica de sentir que pertenece a algo, ese algo (identidad) que le ha sido negada, obstaculizada y manipulada durante toda su historia. Así­ pues, su incursión en el activismo polí­tico ““aunque sea temporal o eventualmente en épocas electorales— le otorga la posibilidad del ví­nculo social, cultural  e ideológico. En ese instante, en ese momento, el individuo asume la posición y condición de defensa de un discurso que sin llegar a comprender totalmente, le confiere la posibilidad de sentirse integrado a una sociedad que en la vida real, le niega casi todas las posibilidades y espacios para su desarrollo. Este es pues, el momento en que surge el Intermediarismo Polí­tico Simbólico. Los partidos se convierten en el  fácil instrumento —en una especie de oportunismo polí­tico— de la necesidad histórica de reconocimiento y participación de la población, la cual aprovecha el instrumento simbólico para marcar su existencia y constituirse En Sí­, en parte de un estado. Así­ que entonces, la necesidad de los partidos –““como entidad privada—se transfiere con facilidad a la necesidad de los individuos, aunque estos últimos, consciente o inconscientemente, terminen siendo utilizados para los fines de los grupos de poder polí­tico partidario.  Sostengo entonces que el poder polí­tico partidario se fundamenta en el simbolismo que sea capaz de transferir a los individuos. Ese proceso de aculturación polí­tica de los individuos constituye la base fundamental de la figura de los partidos que ahora me parece agotada. Si contrariamente se produce una ruptura epistémica del modelo simbólico, seguramente la figura de partido habrá de cambiar o al menos, reconvertirse.

Simbolismo y poder polí­tico en El Salvador

Debo aclarar que el concepto de “Intermediarismo Polí­tico” que propongo, lo detallo con más especificidad en un trabajo que me fue publicado en 2003. Ahora me ocupo de dejar dos ideas centrales. La primera es que aprovechándome de los aportes teóricos, filosóficos y empí­ricos que la antropologí­a polí­tica ofrece, pretendo utilizar el concepto de “simbolismo” para exponer, en carácter estrictamente personal, las condiciones que me parce, favorecen  la aplicación de dicho concepto a la realidad nacional salvadoreña.

La primera idea está referida a la historia polí­tica salvadoreña. Como seguramente acontece en otras sociedades —asunto que en este escrito no es de mi interés—-, la historia resulta contrapuesta, confusa, accidentada.  Desde luego que no todo es negativo. También figuran en ella, elementos y circunstancias que han contribuido positivamente a lo propio como ajeno. 

El asunto entonces se torna complejo para la población, pero favorable para el utilitarismo polí­tico. En una sociedad en donde históricamente los individuos han sido negados a la construcción de lo propio, en donde la ansiedad y necesidad de pertenencia se halla irresuelta, el simbolismo polí­tico surge como expresión identitaria y no como expresión de la organización polí­tica de la sociedad. Esto pone grave riesgo el concepto de nacionalismo y nacionalidad. No es pues ese simbolismo polí­tico lo que resuelve la identidad con la nación y la nacionalidad, sino, por el contrario, agudiza la confrontación ideológica entre lo identitario y lo real.

La segunda idea está referida a lo que me parece una confusión de epistemologí­a empí­rica sobre los conceptos de activismo polí­tico y organización social de la población o al menos, en relación con su aplicación. Lo que llamo “confusión epistemológica empí­rica” la abordo desde dos conceptos. El primero relativo a la Epistemologí­a de los partidos polí­ticos ya lo he abordado sucintamente al principio. El segundo está referido al trato epistémico del concepto de población, la cual, en última instancia, constituye el asunto empí­rico de toda acción polí­tica. En términos generales en materia de “actividad polí­tica partidaria” la población asume tareas, acciones o actividades con propósitos polí­ticos, es decir, con un cometido polí­tico partidario. Descuida entonces algunos factores de la organización social  tales como interés por el mejoramiento comunitario, la solidaridad, las interrelaciones sociales, familiares y otros tantos que  a la postre, conducen a los individuos a la apatí­a, el desánimo, desesperanza, vivir el dí­a a dí­a estimulando con ello el individualismo, deslealtad, oportunismo, utilitarismo y otros tantos valores y principios  transfigurados en el ejercicio de una actividad empí­rica mal entendida, mal conducida o mal orientada.

Lo empí­rico pues, no es sinónimo de eficiencia y eficacia. Por el contrario, lo empí­rico entendido y manipulado como lo real, sufre su mayor desilusión cuando eso que llaman “real” no logra objetivarse. Si lo empí­rico fuese la única forma de conocimiento o, la mejor forma de expresión del pensamiento, entonces las ideas y la razón no tendrí­an campo en el desarrollo humano. Así­ pues, la polí­tica no se reduce al activismo. La actividad es un órgano más del sistema, pero no su esencia. No es resultado, sino, punto de partida —desde luego, siempre y cundo transforma lo objetivo—.

¿Pero, por qué el simbolismo se convierte en poder polí­tico?

He señalado interés que lo simbólico es una construcción constante, permanente,  a veces se reproduce con celeridad y en otras ocasiones con paso lento pero seguro. Si lo simbólico desaparece del pensamiento, la misma configuración de la Institución y la Representación deja de existir y por tanto, el pensamiento queda irresuelto.

Pero lo simbólico puede tener cualquier forma, figura, imagen, idea. Resulta ser una construcción porque el simbolismo requiere de la renovación sin perder su identidad, si la pierde está condenado a desaparecer. Eso simbólico adquiere poder cuando el receptor ““a través de cualquier lenguaje escrito, verbal, real o imaginario, iconográfico, etc.— asimila el sí­mbolo como expresión de su propia identidad.

Tal como he dicho antes, lo simbólico debe ser histórico. Su construcción no acontece con la espontaneidad o eventualidad. Se requiere de la acumulación de ideas, imágenes, patrones culturales, figuras, de tal suerte que el producto de esa acumulación solo puede objetivarse mediante procesos de aculturación subjetiva que expliquen la objetividad de esa subjetividad. Para resolver teóricamente esta acepción, usaré como ejemplo lo que he llamado “la cultura del miedo y la inseguridad” [8] en la cual expongo las disí­miles formas en las que en algunos paí­ses dependientes, algunos grupos de poder económico y polí­tico generan a través de la historia en el sentido que

“[“¦] Sin duda, los pueblos reproducen la cultura de los grupos de poder. Un grupo de poder rezagado, inculto, temeroso de competir, cerrado y violento, agresivo produce un pueblo en iguales condiciones. Un grupo de poder ilustrado, abierto al cambio y la creación de nuevas estructuras de competitividad,  tolerante, armonizador, produce una sociedad dinámica, productiva y propositiva a la creación de nuevas formas de organización y conformación humana. Así­ pues, la cultura se expresa en todas las actividades de la vida económica, polí­tica y social. El consumo mismo constituye una expresión cultural que responde a gustos, sensaciones, emociones y formas, naturalmente, la diferencia entre cada cultura deviene de los gustos que los grupos de poder transmiten a sus pueblos. Por ello, la cultura es más que una contemplación folklórica del arte y la creatividad, constituye el principio de identidad expresado en la institucionalidad de los individuos que la crean y recrean y, precisamente en su diversidad se conforma su unicidad objetivada a través de la conducta, el comportamiento y la forma de producir, entender y explicar el mundo.

En lo polí­tico, simbólico, social y económico, el individuo se muestra inseguro de tomar decisiones de trascendencia para su vida, prefiere que otro las tome por él debido a su temor al riesgo, entiende que si él hace lo que no debe hacer, otro hará lo que a él le corresponde hacer y  por tanto, se exime de responsabilidad. La permanente ansiedad del poder que le ha sido negado históricamente se traduce en poder simbólico aún en las más simples expresiones de la vida cotidiana “me apaga el celular, se me sienta allá, hágame fila acᔦ” y, paradójicamente, surgen también expresiones contrarias que revelan subordinación histórica “me regala una forma —aunque sea deber del otro–, me regala X cosa ““aunque la esté pagando”””.

En términos generales, muy pocas sociedades dedican esfuerzos económicos y académicos para el estudio de la cultura vista como expresión de la institucionalidad, pero en aquellas que lo hacen, el tema resulta de primer orden para su uso polí­tico, económico y social. En una sociedad intervenida por la cultura de la esclavitud en donde la impera el Reino de la Necesidad Vs Reino de la Libertad, el simbolismo polí­tico adquiere mayor impacto. Los individuos asumen su ví­nculo polí­tico como sinónimo de su propia liberación ideológica. En ello le van no solo sus propios traumas, imposibilidades, inseguridades, miedos, sino también, la configuración de su propia ilusión, de vivir su propia fantasí­a, la cual hace propia a través de las ilusiones que el otro y lo Otro le vende. Dicho de otra manera, vive la vida del Otro, de lo Otro porque la propia le resulta extraña, sin rumbo.

___
[1] Marx, Karl, Elementos fundamentales para la crí­tica de la economí­a polí­tica, el método de la economí­a polí­tica, Grusdrisse, Volumen I, Ed. Siglo XXI, México, 2007. p.21
[2] Lewellen, Ted. C., Introducción a la antropologí­a polí­tica, Ediciones bellaterra, España, 1994. P.148
[3] Platón. La República. En: Introducción por Manuel Fernández-Galiano, La génesis de “La Republica. 3. El régimen democrático.
[4] Ibí­dem. Óp. Cit.
[5] Althusser, Louis, Ideologí­a y aparatos ideológicos de Estado, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2003.p.25
[6] Ticas, Pedro, Reconvertir los partidos polí­ticos y estado salvadoreño: una ruptura imperativa contra el escepticismo polí­tico, Contrapunto, 5 de febrero de 2018. En: http://www.contrapunto.com.sv/opinion/academia/reconvertir-los-partidos-politicos-y-estado-salvadoreno/5809
[7] Sabine, George H., Historia de la teorí­a polí­tica, FCE, México, 2009.pp. 33-34
[8] Ticas, Pedro, La cultura de la esclavitud y su institucionalidad en paí­ses dependientes, Co-Latino, El Salvador, miércoles 6 de febrero de 2008.pp.12-13

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