En el marco de la guerra salvadoreña (1980-1992), la noche del 16 de noviembre de 1989, se dio uno de los hechos más repugnantes y horrendos que, a la postre, terminó condenando con más fuerza, nacional e internacionalmente, al gobierno de Alfredo Cristiani y al ejército salvadoreño.
Seis sacerdotes jesuitas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA): Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Amando López, Ignacio Martín Baró, Joaquín López y López, y Juan Ramón Moreno, y dos mujeres colaboradoras: Elba Ramos y su hija Celina Mariceth, fueron cobardemente asesinados por miembros del ejército nacional, en las instalaciones de la UCA.
Horas después del horrendo crimen llegué a la UCA. En un clima de agobiante pesar, me vi entre cuerpos inertes, rodeado de apesarados sacerdotes y gran cantidad de indignados particulares, entre ellos numerosos periodistas, diplomáticos y mucha gente de las distintas clases sociales. Todos éramos testigos de un horrendo crimen contra la Fe y la Cultura. Un clima de profundo pesar, que seguiría sobre el ambiente local, nacional y del mundo.
Yo lamentaba el hecho, quizás con más ira indescriptible que muchos, puesto que, tres décadas atrás, yo había iniciado mi vida laboral en San Salvador precisamente en el colegio de jesuitas Externado San José y dos de aquellos sacerdotes fueron mis amigos: Segundo Montes (español) y Joaquín López y López (salvadoreño). La guerra despiadada arrebataba vidas valiosas; y peor aún, cuando la gente era asesinada sin tener participación activa en el conflicto, únicamente por sus aportes intelectuales o por alguna relación personal con combatientes guerrilleros.
Eran días en que los crímenes selectivos enlutaban a diario a familias, congregaciones religiosas y organizaciones populares, todos ejecutados por batallones élites de la Fuerza Armada, como en el caso narrado de los padres jesuitas, o por escuadrones de la muerte insertados en las mismas estructuras del ejército y los cuerpos de seguridad.
Ya la historia recoge una serie de masacres, como: Tres Calles (26 de noviembre de 1970), Santa Rita, Tejutepeque, Cabañas (18 y 24 de enero de 1980), Río Sumpul (13 de mayo de 1980), La Guacamaya, Meanguera, Morazán (11 de octubre de 1980), El Mozote (diciembre 11 de 1981), El Calabozo (22 de agosto de 1982), Copapayo (4-5 de noviembre de 1984); y los asesinatos selectivos de: los dirigentes del FDR (noviembre de 1980), las religiosas Maryknoll (diciembre de 1980), los Padres Jesuitas (noviembre de 1989) y tantas otras, en las que fueron vilmente masacradas humildes familias campesinas.
La masacre de El Mozote también fue de duro impacto para mí. Mi primer trabajo como alfabetizador se dio en aquel cantón, a mis casi catorce años de edad, cuando El Mozote era un lugar de gente buena como la de hoy, y de maravillas naturales. El marco de la guerra fue de signos mortales: el 11, 12 y 13 de diciembre de 1981, el caserío El Mozote y lugares vecinos fueron fatal escenario en el que más de mil personas, en su mayoría niñas y niños, resultaron asesinados con lujo de barbarie, por tropas del Batallón Atlacatl, de la Fuerza Armada de El Salvador. Y según la historia, el responsable directo fue el coronel Domingo Monterrosa Barrios. Crueldad sin límites de un ejército, ensañado con la gente más humilde del país. Ahí perdí viejos amigos del recuerdo, adultos que alfabeticé y otros campesinos nobles, con entrega laboral a sus tareas agrícolas.
La impunidad ha sido -es- un flagelo antisocial, de lo más repudiable. Pero el pueblo y su historia no callan, ni callarán jamás. Siempre serán fuego redivivo los recuerdos, por tantos seres humanos caídos, conocidos o desconocidos. Y conmueve pensar que aquí -y de manera violenta- puedan continuar muriendo valiosas personas de bien: verdaderos patriotas salvadoreños (intelectuales, maestros, obreros, campesinos, abnegadas mujeres, jóvenes…), víctimas de la irracionalidad y las ambiciones de poder.
En el XXX Aniversario del asesinato de los P. Jesuitas de la UCA (16-XI-1989), también es oportuno un recuerdo colectivo, en memoria de tantos salvadoreños asesinados en el marco de la guerra salvadoreña, por su generosa ofrenda vital y su fraternal legado, en la búsqueda de un Patria mejor.