Aquel domingo en la noche, mi madre sacó de una latita de avena Quaker 2 pesos y me mandó a la pulpería de las Molinas a comprar el pan de la mañana. Eran las 8 y a media cuadra del parque de Valle de Ángeles estaba la pulpería de las Molinas.
Me fui despacio, arrastrando la desidia, porque no hay cosa más aborrecible para mí que comprar cosas que no quiero, que no deseo, que no me gustan, como escribir cartas de amor y comer pan. Son esas cosas inútiles que nunca entenderé para que sirvan.
Pero en mi casa esa era la costumbre de pobre, desayunar una semita de manteca con café Corona.
No llegué a la pulpería, porque en la casa de don Joaquín, que estaba en la esquina opuesta a la de las Molina había un grupo de cipotes arrinconados en una puerta entre abierta, viendo “Noche de Gala”.
Me asomé como un prodigio de mi memoria de querer archivar todo lo curioso de la vida y me arrinconé junto al grupo de cipotes descalzos y adolescentes con la cajita de cigarros Pinares arremangados en una camiseta estilo John Travolta.
Era 1980. La noche era una taxidermia en el viento helado y la vida pasaba de largo frente a la acera empedrada de don Joaquín, el único de aquella época que tenía un televisor público para nosotros, los niños abandonados a la suerte de los fulgores vencidos por la distorsión de la historia.
Era un televisor Zenith, encajonado en madera de caoba, ensartado en el piso de baldosa anaranjada. Un enorme cajón era aquel televisor que nos ponían los ojos desorbitados frente a la pantalla infame del tecnicolor desteñido.
La película era de un niño pelo retorcido en colores marrones, un niño gringuito y de un viejo desnudo de la cadera para arriba que andaba entrenando caballos. Un hombre que había sido abandonado por su mujer y madre del gringuito llamado T.J. “Tiyei” le decía el papá, que era un musculoso que se parecía a Charles Atlas, y que tenía la voz traducida con nostalgia castellana. T.J entonces era inseparable de su padre, comían y dormían juntos, eran como una par de pordioseros en busca de la moneda feliz, del encuentro de la libertad, y que se hizo boxeador para pagar deudas por apuestas de caballos en medio de la película. Fue un secuencia de desgracias y peleas aquella cinta, entre anuncios de Mejoral, Mejora Mejoralito, de La Moda de París, y Pepito Fiesta que patrocinaban la “Noche de Gala”.
La noche se derrumbó de espaldas y yo miraba pasar de reojo a mi madre trastornada, buscándome de pulpería en pulpería, y yo me arrinconaba más en la puerta, entre los zapatos desordenados de los cipotes más grandes y en la pantalla del televisor se destazaba a puñetazos el hombre y T.J gritaba y el llanto retorcía las muecas de todos al ver morir al padre de T.J en pleno camerino, vencido a golpes el padre quien le buscaba un mejor futuro a su hijito, daba la vida en un ring, y el T.J le gritaba que se levantara, que se despertara el padre.
“¡vamos papá despertate y vámonos, ya es tarde!”
Le gritaba T.J, con los ojos brillando en la luz de la última esperanza, la esperanza forzada que pondría fin a la actuación y el padre se levantara de verdad y se fueran a comerse una hamburguesa por allí y abrazarse como fin de la película.
Pero no fue así. El hombre aquel murió sin piedad, sin perdón de nadie cayó abatido y muerto para siempre en los bracitos tímidos y débiles de su hijito que rogaba por un milagro, que rogaba que abriera los ojos, que el papá sonriera y se quitara el maquillaje púrpura de los ojos, que se quitara la roja pintura de la sangre coagulada en las convulsiones de aquel padre bueno.
Nunca despertó.
Se murió y todos nos echamos a llorar junto T.J, que le dábamos el consuelo de decirle que el mundo entero estaba con él. Pero eso no importaba, la muerte del padre la sentía solo aquel niñito gringuito abandonado en un camerino helado por la muerte invencible del cine que no perdona la felicidad de nadie.
La película se acabó, don Quincho apagó la tele, y cerró las puertas, yo perturbado busque las semitas en pulperías y todo estaba cerrado. Mi llanto me quedó petrificado en mi alma, solo yo supe que no mi importaba ni el desayuno de mis hermanos, ni el carácter acabado de mi madre.
Esa noche dormiría en la calle, a la casa no llegaría, y con aquel par de pesos arrugados en mis manos de 7 añitos vividos al margen de la de la felicidad inventada por gente vieja; llegué sin pan y sin café, mi madre me vio llorar, no me mató como pensaba yo. Nos acostamos en silencio. Y le pregunte por mi papi.
““ “Se fue y los dejó”.
Me puso Mentolina en mi pecho sofocado por el asma. Dijo buenas noches, y apagó la candela de miserias.
Esa noche le rogué a Dios que mi padre no se haya hecho boxeador en donde estuviera.
Que no se muriera en ningún ring y que viniera pronto para contarle la “Noche de Gala” que vi donde don Joaquín.
Mi padre jamás volvió.
La película más triste del mundo la viví yo”¦ desde entonces no quise ser campeón en nada.