viernes, 26 abril 2024

Institucionalización de la ética del bully

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Ya no es extraño abrir las redes sociales y encontrar que se ha convertido en tendencia un ataque del señor presidente en contra de quién sea. Nadie está a salvo: cualquier actor social o político está sujeto a la ira del señor presidente. Insultos, burlas y descalificaciones, ataques sin ninguna argumentación de fondo, tergiversando noticias o incluso jactándose de ser el presidente, sólo muestran el carácter irracional de este proceder. Llamarían a risa estos achaques de niño berrinchudo, si no fuera porque los despropósitos del ciudadano presidente no hacen más que deteriorar la ya débil institucionalidad del aparato estatal, con prácticas autoritarias totalmente anacrónicas.

El señor presidente se ha convertido, más que en un líder, en la cabeza de una banda de matones. Un tweet, un chasquido de dedos digital, y el grupo de matones, que carecen de toda capacidad de argumentación, salta a despotricar en contra de, como ya se dijo, quién sea. Y esa banda de matones no son los ya consabidos troles, sino la argolla de funcionarios que forman parte del gabinete y unas cuantas figuras públicas más. Son estos quienes se han convertido en una pandilla y que están poniendo la institucionalidad pública al servicio de la destrucción de la disidencia.

Tanto los ataques de ira y los insultos del señor presidente, como el correlato casi calcado de los insultos de sus ministros y funcionarios, se han vuelto una práctica usual y cada vez más agresiva. A ello se suma la complicidad discursiva y llena de lisonjas que ejercen todas las instituciones de gobierno, con un ejercicio mínimo de autonomía y sin posibilidad de contradecir lo que el señor presidente en su omnisapiencia dicte: ni el bully ni su banda de matones escucha razonamientos. Ellos ejercen el poder y es lo que cuenta.

Lo que el ciudadano presidente parece querer ignorar es que los reiterados ataques al órgano legislativo, cuyo descrédito no sólo es justificado sino también cada vez mayor, a la Fiscalía, a la Corte Suprema o, peor aún, a las instituciones de derechos humanos (que tanta sangre costaron en el pasado), desgastan no sólo eslabones imprescindibles en la cadena de la gobernabilidad democrática, sino también al gobierno mismo, a su capacidad de construir consensos, de fortalecer relaciones con la sociedad civil y de enrumbar al país por una senda democrática, de justicia y de desarrollo.

Todo ello sin mencionar el coste político más allá de las instituciones: en la conciencia colectiva. Una ciudadanía cada vez más dividida por el discurso de odio, con una clara tendencia autoritaria y con una escasa cultura democrática, está abriendo las puertas a que la polarización se exprese en una diversidad de prácticas irracionales de violencia que, tarde o temprano, podrían derivar en la agresión física en contra de cualquier forma de disidencia. Tal institucionalización de una ética de la matonería no es nueva. Fue característica del fascismo y forma parte del menú de los nuevos regímenes autoritarios, aunque no sean dictaduras formales y cuenten con una amplia aceptación.

(*) Miembro del CEPC y colaborador de ContraPunto.

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Alberto Quiñónez
Alberto Quiñónez
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