La tentadora idea del cambio estaba tan impregnada en la mente de la sociedad salvadoreña en 2009 que el FMLN logró presentar una figura presidenciable que fue capaz de unificar esos deseos y materializarlos al sacar a ARENA del gobierno tras 20 años de cuestionado poder Ejecutivo.
Ahora, en cambio, el proceso y posterior condena civil de Funes, quien según un tribunal se enriqueció ilícitamente durante su quinquenio 2009-2014, debería encender más las alarmas sociales acostumbradas a depositar la confianza a ciegas del timón de un país, en las manos de un solo hombre que como Funes prometió mucho, pero que no pudo ser el cambio que garantizó.
La condena también debería poner las barbas en remojo de una izquierda salvadoreña empecinada en demostrar los cambios que no terminan de llegar y atrincherada en el “Buen Vivir” y en la intolerancia a la crítica.
No es buen vivir ser condenado por enriquecimiento ilícito mientras la gente de a pie busca mantener la dignidad frente a la escasez de oportunidades laborales sin morir en el intento. Tampoco es buen vivir que el primer presidente de izquierda del país resulte haber sido parte de un mal que su mismo partido achacó a la derecha.
El FMLN debe poner los pies en la tierra y dejar que sea la población quien diga cómo se siente y no pretender decirle ellos cómo deben sentirse o pensar. Es poner los pies en la tierra de verdad, yendo a buscar a sus bases, a las organizaciones que los respaldan y a los que ya no, a los pobres, los hambrientos y sedientos de justicia, esos que monseñor Romero tanto defendía. Si el FMLN quiere seguir defendiendo su discurso del cambio debe pasar de los discursos a los hechos.
Funes pasó de ser la bandera del triunfo al retraimiento partidario. Hoy nadie lo menciona; el voto duro lo defiende y él atiborra su cuenta de Twitter con cientos de argumentos desde un cómodo sofá de su vivienda en Managua, Nicaragua, donde es asilado político desde 2016.