Ya quedan menos de ocho meses para que El Salvador vuelva a ser “buena noticia”. Eso sí, únicamente de exportación. El 16 de enero del 2017, las élites políticas partidistas conmemorarán –probablemente cada una por su lado, como ha sido costumbre– cinco lustros del fin de su guerra y el logro de su paz. Abundantes sonrisas e hipócritas elogios habrá en medio de toda la parafernalia, dentro y fuera del país; sobrarán aplausos para sus malos protagonistas, tanto de uno como de otro bando. Y sus comparsas también la pasarán muy bien, dándoselas de cómplices hacedores del “buen rumbo” que lleva el país.
Pero, ¿y la gente? La dolida por tanto, la desangrada por siempre y la sufrida por todo. ¿Qué pasa con las mayorías populares ansiosas de justicia legal, social e histórica? Esas, dirán, que sigan sin opinar; que se traguen su dolor y –si quieren, si pueden– que se vayan y se sumen a quienes son una de las más rentables tablas de salvación nacional: a los “remeseros” y las “remeseras” de hoy, igual a quienes antes ampliaron el canal de Panamá y repararon la flota del Pacífico en las bases de California. ¡Roque, cómo se te extraña!
El próximo año, además, se celebrará el centenario del natalicio del salvadoreño más inmortal y universal: el beato Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. Por ello y para ello, de nuevo se engalanarán los poderes listos y dispuestos para recibir a quien –puede que sí– recibirán con “bombo y platillo” en su probable visita a este pedacito de tierra: a Francisco.
Justo sería para el pueblo “romerista” que el pontífice festejara, in situ, a su santo pastor. Pero ese que sería un extraordinario honor y un enorme suceso, no lo merecen quienes han manejado el país a diestra y siniestra. Visto así, ojalá el Santo Padre los deje con los colochos hechos. ¿Por qué?, dirán. Pues porque, además de no haber hecho méritos, no le conviene ni a la “clase” política –sin clase– ni a la mezquina élite económica. Si es que el próximo no viene más duro, el papa les resbalaría por toda la cara algunas de sus reflexiones incluidas en el mensaje que lanzó este año, en la víspera del cincuentenario de la bienaventurada y sana costumbre iniciada en 1968 por Paulo sexto.
En la cuadragésima novena jornada mundial por la paz, Francisco se centró en la indiferencia y en lo malo que conlleva asumir esa actitud en un mundo convulso como el actual. La misma –señala el Vicario de Cristo– conspira contra la paz, justificando “algunas políticas económicas deplorables, premonitoras de injusticias, divisiones y violencias”. Acá se daría más gusto que en México, cuando el 13 de febrero de este año le dijo a sus poderes formales y fácticos –cara a cara, sin “pelos en la lengua”– lo siguiente:
“La experiencia nos demuestra que cada vez que buscamos el camino del privilegio o el beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo”.
Señoras y señores del Gobierno, del dominio y de la opulencia en El Salvador, póngase el sombrero a quien le quede y respondan. ¿Estarían en capacidad de escuchar, sin inmutarse aunque sea por dentro, recriminaciones como la anterior o más fuertes? ¿Tendrían la suficiente “cara dura” para presumirle a la cabeza de la Iglesia católica que se avanza por la “ruta correcta”? ¿Le asegurarían que las vidas de las mayorías populares, recordando a Escobar Velado, “no son inmensamente amargas”? ¿Le mentirían afirmando –en sintonía con el irónico poeta– “que todo marcha bien, […] que nuestro crédito es maravilloso, que la balanza comercial es favorable […] y que somos un pueblo feliz que vive y canta”?
¿O le dirían la verdad? ¿Se sincerarían ante él y le confesarían abiertamente, sin locutorio de por medio, que los costos de la violencia en el 2014 ascendieron a más de cuatro mil millones de dólares y que eso equivale al dieciséis por ciento del Producto Interno Bruto, a la suma de todas las remesas, a la recaudación total de impuestos, a dos veces la factura petrolera y a la mitad de los depósitos bancarios en el sistema financiero? ¿Le contarían qué esos costos crecieron en el 2015? ¿Le revelarían que quieren imponer la paz con el ejército y que alguien tuvo la ocurrencia de querer crear comités “ciudadanos”, para darles armas de fuego en un país donde se mata a mansalva hasta por un asiento en el bus?
¿Le contarían al papa que aprobaron pagarle a la pobrería, la que tiene trabajo “remunerado”, un “pecaminoso” –así lo calificó el arzobispo metropolitano– salario acremente mínimo o más bien totalmente escuálido? ¿Lo invitarían a conferencias de prensa con funcionarios que no esconden sus picardías sino que las presumen? ¿Lo recibiría el pleno legislativo, encabezado por su próximo presidente negociado a conveniencia y quien –al sincerarse– revela que en su vida nunca se preparó “para ser otra cosa que no fuera un militar”?
El rosario de razones desde los poderosos para no querer que venga el papa Francisco, es largo. Pero los motivos de allá abajo –donde “asustan”– para que se deje venir pueden resumirse en la lógica alegría de recibir al representante de Cristo en la tierra, siendo el salvadoreño –siempre lo ha sido– un “pueblo crucificado”. Asimismo, en la sermoneada que se esperaría le pegara a una conducción de país errática y malsana, indiferente e insolente, que durante casi dos décadas y media lo ha llevado por un rumbo incierto e incorrecto para las mayorías populares, pero beneficioso para quienes se han alternado gobiernos, fortunas e impunidades. Por eso, Francisco, ¡vení! ¿Qué te cuesta?