Por René Martínez Pineda.
Si, por reinventar el país a imagen y semejanza de un pájaro misceláneo, he de ser castigado en el atril de lo que -según el diccionario de la real academia de la lengua de la corrupción bipartida- es prohibido e incorrecto, que sea un castigo en cada poro, para que el cartero del cambio pase por todos lados; que sea una tortura sin cuartel y a granel, para que los zopes no encuentren el camino; que sea sangriento, implacable, omnipotente, crudo y cruel como hemorroide punzante, para que los dos jinetes del crimen sean vigías sin ojos; que sea un castigo forense, para que el hospital psiquiátrico vaya en busca de su hijo pródigo. El café sin panela ni vainilla, para no olvidar el sabor de la sangre del silencio; el calcetín izquierdo roto, para recordar la traición más grande de la historia; los zapatos con suelas maniáticamente sonrientes, para sentir el dolor de la peregrinación más longeva; la cámara sin imágenes indecentes como agua bendita hirviendo en los ojos, para recordar que no se puede sentir nostalgia de lo que no se vivió por falta de calles. La semana con seis sábados de gloria, para cometer el pecado de la resurrección a la tercera década; el pantalón estrujado, dolido y con los bolsillos baldíos, para recordar la prolongada ayuna que nos impusieron los cuervos hechos y derechos; la camisa con mil ojales al azar, para meter en ellos los botones de los sueños; la cuenta de ahorros de don Chamba con los brazos abiertos, para tener suficiente espacio cuando le devuelvan lo robado; el arroz duro y los frijoles helados como muertos en la orfandad, para convencernos de que no hay que dar un paso atrás; la lengua recorriendo los pies de la inmortalidad para hacer la alquimia que convierta en lícito lo que nos habían dicho que era prohibido e incorrecto: desear a la hermosa mujer de mi prójimo, ese país que todas las noches se desnuda frente a mí para pregonar la tentación de fornicar destinos, y recodarme que ese es el único pecado realmente humano.
Si he de sufrir en el vaho de lo prohibido e incorrecto, que sea una flagelación continua, sádica, religiosa y aguda, para que la reinvención inesperada sea un ritual diario; que en ningún lecho cruja la rama seca del dengue; que en el hígado se me pegue, como garrapata, el hambre ajena, para que los que no me son ajenos no la vuelvan a sentir; que en la nariz se me atore el aroma matinal del sexo homérico, como copia del tratado de libre comercio de ilusiones firmado sin boletas de empeño ni besos eyaculatorios, porque el camino es largo y no hay que venirse antes de tiempo; que en la lengua se me pegue, como jiote, el sabor a coco de las nalgas de la Lady Godiva a la que no le cumplieron las promesas, para que, por despecho acumulado, hoy se haga su voluntad en la tierra como en la cama en la que, por tres décadas y dos años de vendaje, sólo pude recurrir al rítmico placer solitario que me sacaba de la tierra de los crímenes anunciados.
Y aunque los monstruos del pasado me griten que es prohibido e incorrecto divulgar el sueño con la utopía, no dejaré de desear que lo incorrecto sea correcto, y que lo prohibido sea la vida defendiéndose a sí misma para que, ya en esa instancia poética, lo prohibido e incorrecto aleguen legítima defensa y los vagones del tren se bajen de mi lomo.
Sé la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, pero el diccionario del rumor hospitalario me engaña con sus gerundios de gramática válida a la hora de la metáfora. Eso lo sé, pero es la hora de la ceniza que se reinventa, espontánea, para que la leña que arde en el polletón de lo cotidiano cocine para todos; para que los platos vacíos sean una extravagancia sólo practicada en el comedor de los curas que juegan con carritos chocones; para que todas las calles del país se impregnen con el adictivo aroma del pan recién horneado que se parece tanto al incienso de un cuerpo en brama cuando, por puro romanticismo, está a punto de reinventarse a sí mismo, porque ya era mucho joder con eso que nos venían diciendo de que la mejor virtud democrática era soportarlo todo en silencio y que son los espejos los que deben ver al rostro y su ventana.
Y del debate sobre la vigencia de lo prohibido e incorrecto en el que estoy metido -para reinventar el país a imagen y semejanza de una abeja drástica- sólo quedará el empacho del reloj que siempre volvía sobre sus minutos, debido a que el tiempo es inmune al suicidio… el tiempo y las mujeres de Saramago, claro está. Pero no hay vuelta atrás, no la hay, porque más doloroso que el castigo recibido por meterse a cambiar lo prohibido, es el castigo de dejar que sigua tal cual; porque más fuerte que el miedo a la muerte, es el miedo a no volver a sentir la vida… Al final, es una cuestión de elegir entre García Márquez y Vargas Llosa, o entre la Berliner Philharmoniquer y la risa de las hienas de oficio, ya que es una cuestión de la simbolidad de las presencias sobre las ausencias.