lunes, 13 enero 2025
spot_img
spot_img

Escrito en una servilleta: Las lágrimas del viernes

¡Sigue nuestras redes sociales!

"Don Armando Vindicta de Jesús Pérez, sastre vitalicio, abrió la puerta para dejar que un poco de frescura se colara sin trabas": René Martínez.

spot_img

Por René Martínez Pineda.

El martes se puso vaporoso, como si fuera inminente una lluvia a cantaradas. Don Armando Vindicta de Jesús Pérez, sastre vitalicio y analista político riguroso, como pocos, abrió la puerta para dejar que un poco de frescura se colara sin trabas. Revisó minuciosamente el lazo donde colgaba las telas y puso sobre la máquina de coser (una Singer 15-97, de 1937, que heredó de su padre) los nombres y medidas para iniciar el corte por inviolable orden de llegada. Llevaba puesta una camisa de colores enemistados –hecha, por él, con sobrantes no reclamados- y un pantalón gris con elástico en la cintura y ruedo americano como dictaba la moda que también le heredó su padre. Era de pocas palabras y de caminar erguido como el de los militares, aunque jamás estuvo en el ejército porque en esa época -decía, sin dejar de coser- eso es cosa de ignorantes.

Cuando finalizó, mentalmente, el plan de trabajo del día, se paró frente a la mesa de pino rústico y empezó a cortar con precisión geométrica. Daba la impresión de que lo hacía sin pensar, pero estaba muy concentrado y corregía medidas en el camino -menos aquí, más acá- cuando le constaba de vistas el daño de la comida, por mucha o poca, en sus clientes. Al mediodía, se levantó de la máquina y lo estremeció la gelatina del calor que seguía afuera, y se topó con una soledad indomable respetada hasta por los perros callejeros. ¡Puta, qué calor! pensó, en el momento en que entraba un cliente de cara conocida y nombre huidizo: el candidato a presidente de la república que, recién deportado, hizo pacto con el diablo para convertirse en presidente y propietario de la primera cadena nacional de venta de sopa de patas con chipilín. Sin disimular la huida, el sastre salió del taller, y en su lugar apareció su mujer.

Buenos días. A mí no me venga con saluditos hipócritas. Dígale a su marido que quiero que me haga un traje y que traigo mucho dinero del bueno, de ese que me gané en el norte como empresario chingón. Fíjese que no está, don, don, don como putas se llame usted. Mi marido se fue a buena mañana a la capital a buscar hilo negro y a celebrar el futuro triunfo de su tocayo.

Don Armando, sigiloso, estaba oyendo desde el patio mientras se lavaba la cara. Cuando se la estaba secando con las manos su mujer gritó: ¡Dice que ya te vio, que no te escondás! El sastre siguió pensando en el calor. Se asomó por la cortina y dijo: Dile que aún no he vuelto. Regresó a la pila y, metiendo los brazos hasta el fondo, sacó las telas sin sanforizar que tenía en remojo.

¡Armando! ¡Qué putas querés! Dice que si no salís te va a venir a sacar con los veteranos de guerra. Sin cambiar de expresión, ni en la voz ni en la cara, se acercó a la cortina. ¡Vergón! Dile que aquí voy a esperar sentado a esos pendejos. Se sentó en el borde de la pila y encendió un cigarro. Don, don, don como putas se llame, abrió con violencia la cortina que separaba el taller de los espacios íntimos de la casa. Traía puesta una sonrisa de felicidad anticipada y un raro tic merodeaba sus manos regordetas, como si estuviera contando votos válidos. El sastre le dio el último jalón al cigarro y con voz pausada preguntó: ¿Para qué soy bueno? Casi para nada, pero usted es el único sastre y esta es una emergencia, nacional, respondió.

Mientras se sentaba en la máquina de coser, el visitante desenfundó una tela muy fina y, con gozo infantil, le pidió que le hiciera un saco con chaqueta, solapas anchas, treinta botones dorados y costuras vistas al estilo mexicano, porque el sábado se iba a presentar en la plaza Libertad para anunciar su candidatura a presidente de la república y, según las encuestas de su raudo asesor y psiquiatra de cabecera, él sería el ganador en primera vuelta. Cuando vio al sastre con la cinta métrica, sumió el estómago al máximo y se puso firme y de espaldas. Dése vuelta, que le voy a tomar medidas, no a cogérmelo, dijo, el sastre, con naturalidad campirana.

Don Armando le levantó los brazos. Después de mirarlo con un aire de lástima cierta, pasó, lentamente, la cinta métrica alrededor de su deforme panza tallada por incontables platos de sopa de frijoles con pellejo de tunco.

Un traje así tiene que quedar ajustadito, dijo. Pero lo está socando mucho, dijo, el candidato, mientras el sastre halaba los extremos de la cinta como si estuviera amarrando un bulto al que le espera un viaje movido, tanto así que, a don, don, don como putas se llame, se le escapó un pedo letal y prolongado.

Así le va a quedar bien, dijo, con una sonrisa perversa. El candidato, postulado por los poquiteros de la política, intentó poner los ojos en su puesto original y, por más que hinchó la panza y frunció el culo, no hizo retroceder la cinta. El sastre anotó las medidas y, sin verlo, dijo: Venga el jueves por la noche.

¿Cuánto me va a cobrar? ¡Qué más da! de todos modos ustedes no pagan ni devuelven lo robado, respondió, el sastre.

El jueves, a las ocho de la noche, llegó el candidato y, con dificultad inenarrable, logró meterse en el traje. El sastre lo miraba, sonriente, mientras el pobre hacía supremos esfuerzos por caminar y hablar al mismo tiempo. Un sofoco se prendió de su páncreas, pero no dijo nada para no pasar como ignorante de la alta costura.

Así se ve bien, hasta parece decente, dijo, el sastre, y agregó: No olvide el pañuelo floreado. Yo no pedí pañuelo, no me gustan. No sea inculto y animal, el pañuelo es indispensable en ese tipo de eventos. Le va a servir mucho, créame.

Se fue sin pagar y, rebosante de felicidad, se acostó con el traje puesto porque, dentro de ocho horas, justo a las cinco de la mañana del viernes del ofendido, iba a pasar una multitud recogiéndolo por la iglesia. A las cinco de la mañana se paró en las gradas de la iglesia, bien perfumado y peinado, esperando a las decenas de miles con las que iniciaría la marcha triunfal al parque Libertad donde haría oficial su candidatura presidencial.

Cada dos minutos se desabotonaba el saco para poder respirar y, aunque cansado por la espera, le era imposible sentarse por lo ajustadísimo del pantalón. Don Armando pasó al mediodía y lo vio ahí, parado, con la cara enrojecida por el sol y por el ahogo del traje, evadiendo la risa de todos los del pueblo que, al verlo, supieron de la venganza tardía de dios. Fue hasta las seis de la tarde, después de haber disparado los treinta botones, que don, don, don como putas se llame, se convenció de que no pasarían por él. Entonces, sacó el pañuelo y se secó, una a una, las lágrimas.

¡Hola! Nos gustaría seguirle informando

Regístrese para recibir lo último en noticias, a través de su correo electrónico.

Puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento.

René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

spot_img

También te puede interesar

spot_img

Últimas noticias