sábado, 7 diciembre 2024
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Escrito en una servilleta: La culebrita macheteada

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"Y es que el “Mágico” es el Roque del fútbol, porque hizo de él un poema de amor irreverente y tremendamente hermoso ": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Como si fuera un ritual de iniciación sexual del siglo XX, la emoción picaresca de “la primera vez” viendo un partido de fútbol, en un estadio de verdad, es tan inenarrable como una barrida suicida para impedir el contragolpe del pasado. Así como lo recuerdo, el olor y color de la grama fue el más agudo de los embrujos pedestres, hasta que, con un tiro de esquina dudoso, los dirigentes amañaron resultados y los políticos corruptos, devolviéndoles la pared, pintaron de verde las manos de los funcionarios que pitan el partido de la democracia, en un estadio que nos mete en el vestuario de los visitantes, aunque somos nosotros quienes, restándole calorías al almuerzo, compramos todas las entradas de sol, sombra, tribuna y unas dos que tres de platea baja.

A veces, la nostalgia se llena de recuerdos ardientes y, con una finta que tritura las leyes de Newton y burla el fuera de juego, le roban la espalda a la ignominia de dos cabezas que, esperando el silbato del réferi, se queda parada en el borde del área grande del país, que es tan grande que lo abarca casi todo. A veces, la soledad de la banca se llena de cuerpos ansiosos que esperan entrar a jugar para meterle un gol de tijera a la historia, en el último minuto, un gol que sea una tempestad bajo los tres palos. A veces, la nostalgia por un mejor país, con la alineación adecuada, le saca tarjeta roja al victimario, para que el pueblo viva con la tranquilidad de un seis a cero, en el tiempo de descuento, y salvarse del descenso o coronarse campeones.

Otras, el olor a candela de cebo saliendo de las costuras de la pelota, tiene el mismo sabor que el mito de Orfeo amarrándose los tacos en el punto penal del sábado sin lesiones en los tobillos, ni partidos amañados en la libreta del árbitro. Y entonces, la memoria sonríe en las graderías del Vietnam, se declara insobornable enemiga del equipo contrario, y las verdades de la historia de mentiras que nos narraron con euforia, desde las cabinas de radio con olor a culo fouleado en la línea central, entran en el área chica de los traidores a los colores del equipo del pueblo, y son como puñales en buscan del menor contacto para que, por instinto, el réferi le pite un penal a la injusticia y al desamor que la entrena.

A veces, la historia se escribe desde los doce pasos del imaginario que, haciendo una pared con el 8 de la patria, le impone una culebrita macheteada a los negacionistas del daño causado, y entonces la sonrisa de felicidad es más grande que el Maracaná, y dos siglos caben en noventa minutos inmortales en una ciudad portuaria, pues quedan guardados, para siempre, en el vestuario del alma que se agranda en el círculo central de las hazañas mágicas del mejor futbolista de este mundo, y del otro, esas hazañas que te quitan la sed con el indescifrable amague del dueño y señor de la número cinco.

Cuando el fútbol es el más habilidoso mago de la cotidianidad -esa compañera de equipo que nos pasa la agonía de taquito, o con una ramona-, el amor se aprende al hacernos hinchas de un equipo, cuyos colores son nuestra bandera patria, y estamos dispuestos a formar la barrera para impedir que el tiro libre directo de la traición indirecta, se cuele por el ángulo superior derecho del arco, no importa si el balonazo se estrella en los merititos huevos, y nos deja sin el aliento elemental para dar la vuelta olímpica en el estadio del equipo opositor, y bajo una lluvia de insultos que llegan hasta la línea de cal de los tendidos populares de Cádiz, o como bombas de contacto llenas de orines hirviendo… Pero ¿qué sabe del coraje quien no ha sido bañado así, un domingo, como si estuviera en la pila bautismal de la fidelidad brutal a un equipo?

De cuando en cuando, el fútbol se disfraza de jugador para hacer soñar a los aficionados, porque se convierte en poesía haciendo una chilena en el borde de la noche. Ese es el caso Messi y de Jorge. Y es que el “Mágico” es -aunque no lo comprendan quienes no ven el fútbol como un arte mundano con poses divinas- el Roque del fútbol, porque hizo de él un poema de amor irreverente y tremendamente hermoso que, de cara al arco, desborda por el extremo derecho del año, le hace un túnel a la violencia y, para terminar de joder, un sombrerito humillante a la corrupción de los dos defensas centrales, para marcar el goooool del triunfo, con un chanfle en el borde del área chica de febrero, y celebrar, desde el palco de la nostalgia, que el “Mágico” volvió a hacer de las suyas, en una noche mágica en la que el fútbol cambió de camiseta con el poema de los esquineros sospechosos, esas siluetas difusas que ven el partido desde la lomita de la patria; una noche mágica, como el imaginario del pueblo, en el que él, y su indescifrable culebrita macheteada, tienen un puesto de honor, porque son el patrimonio cultural que se forjó en las calles nocturnas de la luz con el embrujo de las madrugadas en juerga, y conquistó el cielo que brota en los platos con carne de chucho que, con un amague en las postrimerías del grito, se asoman por el costado sur del estadio, desafiando la tarjeta roja que le sacó el árbitro del maletín negro.

Llorar por las goleadas recibidas y las expulsiones injustas, durante treinta años, que tenían a nuestro equipo militando en la quinta división, metiéndose autogoles en cada partido, tenía que llegar a sus noventa minutos, justo después de aprender a ser uno en la multitud, después de hacer del fútbol un entrenador de la identidad sociocultural. Cómo saber qué es la democracia, si no hemos gritado, eufóricos, una asistencia a gol; cómo saber qué es la vida, si no hemos jugado al fútbol en una cancha lodosa y con una pelota de plástico que, al cabecearla, se convierte en metáfora de ilusiones indocumentadas en la frontera norte del banderín de corner; cómo saber qué es la magia, si no hemos visto a Jorge pateando la boleta para que, en busca del arco, desafíe el trazo más trastornado de la geometría; cómo saber quién putas es el mejor futbolista de la historia, si no hemos visto al “Mágico” desde el offside del febrero que le metió un gol olímpico a la violencia.

A muchos nos tocará ver la magia desde el saque de meta de la televisión, pero no importa, pues los gritos de aliento, y la ola celebrando al mejor jugador de nuestra historia, no saben de lo virtual. Y entonces, estando ausentes, estaremos presentes, ¡sí, estaremos ahí, aunque no estemos ahí!; se oirán nuestros gritos, aunque no estemos ahí, porque traspasarán la pantalla de televisión. La magia no sigue las reglas del tiempo, ni las lágrimas de emoción saben de límites territoriales cuando son convocadas por una fantasía irrevocable y humilde. Y es que los genios, como Jorge, son desquiciadamente humildes en su positividez.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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