lunes, 13 enero 2025
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Escrito en una servilleta: El Salvador será… lo que nunca fue

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"El Salvador se va a convertir en lo que nunca fue: un lindo país": René Martínez.

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Por René Martínez Pineda.

Digo cuatro años y fichas, y bien pudiera haber dicho cien y la madre, debido al impacto que han tenido. Y aunque los adoradores patológicos del cangrejo cholco quieran lo contrario; aunque conspiren por lo contrario a la hora húmeda del concubinato, El Salvador se va a convertir en lo que nunca fue: un lindo país y, sin exageraciones drásticas ni monásticas, también será -¿verdad que sí, mi estimado don Roque?- un serio país que los otros países tomarán en serio, porque nos pondremos serios con eso de acabar con la miseria y con los miserables que la incubaron en la corrupta y densa placenta de la traición. Claro está que aún falta un trecho muy largo y áspero para llegar a la casa-familia; a la casa-país que soñé por la noche; a la casa-nación que quiero nacionalizar para que los lirios se muestren tal cual son; la casa-territorio que quiero rescatar de las garras de la tortura horizontal que inventa fronteras intransitables; la casa-tiempo que quiero rescatar del toque de queda de los matarifes que, imitando a Dalí, dibujaban el reloj a su imagen y semejanza.

He recorrido, descalzo, un millón novecientos setenta mil kilómetros, con ochenta y nueve centímetros, para llegar hasta donde estoy ahora, justo aquí, en el tiempo-limbo de la transición, y si digo esa cantidad de pasos es que he caminado mucho y que he llegado con los pies reventados por las piedras y las víboras del suicidio inducido, pero que sigo con las ganas de caminar intactas, como cuando di, de rodillas, el primer paso de la penitencia social que iba en busca de la redención que la distancia, el mal de ojo de los sicarios y el empacho de sangre hacían inasible e irreal.

En este trayecto -que triplicó los años que Ulises tardó en llegar a su hogar, en la isla de Ítaca- he ido en busca del país soñado que latía bajo las cenizas en ruina, y, para encontrarlo, aún con vida, tuve que reventar a pedradas las campanas de la Iglesia La Merced; tuve que romperme los tímpanos para poder oír el crujir de dientes de mi pueblo a la hora de la cena tardía; tuve que hacer gárgaras con aguarrás trasegada para borrar el mal sabor del chilate de la corrupción hervida en sopa de patas; tuve que meter en lejía y agua hirviendo las naguas de los próceres sin corona que se creían reyes; tuve que remontar El Barranco de El Nonualco sin Cabeza para comprender que la posición originaria de ésta es erguida; tuve que escalar el cerro de las diosas desnudas, de las que hablaba mi bisabuela a la luz de un candil, para comprender que el único bálsamo permitido es el que cura las heridas de amor, no el que se usa para tancar la sangre provocada por el agresor sin doctrina… ni cárcel a la medida; tuve que salir, sin mapa ni leves guiños de la Polaris, del laberinto de los 44 pasillos del general que no tenía quien le escribiera, porque las hormigas no saben escribir; tuve que arrastrarme por el túnel de vapor de la integración económica centroamericana, para descubrir que me estaban desintegrando el alma y el cuerpo a balazos, traiciones, robos y salarios mezquinos; tuve que limpiar la sangre de la rebelión del cuaderno de sociología urbana en el que copié, sin censura, la Historia de O; tuve que sumergirme en la noche clandestina de los lápices rotos para comprender que la utopía social no está hecha de palabras, sino de hechos y bibliotecas públicas enormes, y que, o es de conocimiento público o no es utopía; tuve que soportar, con resignación cristiana, la dura reprimenda del huracán de plomo y hojarasca de los encapuchados de manos blancas y alma negra que bailaban Disco Inferno antes de cometer sus crímenes; tuve que guardar en un santo grial de lapislázuli el santificado corazón que pregonaba milagros colectivos, platicaba con un dios mundano y curaba con homilías fulminantes la sífilis del miedo; tuve que contemplar, desde la galería de la desigualdad social instalada en la Arena Metropolitana, la firma del pacto con el diablo y la remodelación de los 92 círculos del infierno de Dante; tuve que hacer cuentas cabales con el ladronismo funesto que hoy cuadra sus finanzas en el exilio; tuve que soportar la disentería de la traición más grande de la historia provocada por los parásitos de la revolución social que tanto amo desde que tengo uso de razón.

Pero aún falta un largo trecho por caminar y hace falta tomar quinimil litros de atol shuco con chile y pan francés para curarme la goma moral de doscientos años de soledad. Y entonces llegará el día en el que no sea una tragedia para el trabajador que se le rompa el calcetín preferido; que no sea un evento de extinción masiva perder el empleo; que no sea una tragedia para la madre que el hijo mayor se haya retrasado, unos minutos, en llegar a casa, porque estará segura de que se quedó jugando fútbol en la canchita de la colonia, o dándole chorromil besos a la novia. Pero aún falta un largo trecho para ver, en toda su desnudez histórica, al Torogoz que se curó a sí mismo -con un té de cáscaras del palo de jiote- la tembladera que tenía antes de alzar el vuelo, con la ilusión de convertirse en el lindo y alucinante país desde el día en que decidimos que El Salvador será lo que nunca fue.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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