miércoles, 18 diciembre 2024
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Escrito en una servilleta: El otro lado (2)

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"El primer embrujo es indestructible, los recuerdos llegan a la deriva, desde un lado y del otro": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

El primer embrujo es indestructible, los recuerdos llegan a la deriva, desde un lado y del otro, y desembocan en: las calles históricas, que no recuerdan su historia; la biblioteca pública, que murió de abandono; las cafeterías bohemias, que fueron asesinadas por los “renteros”; las librerías humildes, que tienen como novedad “pobrecito poeta que era yo”; y en esa esquina sospechosa, en la que asoma las narices la Farmacia Central, y su fuente de sodas que me hacía sentir en el viejo mundo.

En medio de ese ir y venir, en el otro lado aparecen: La Bella Nápoles, refugio de los eruditos públicos que reinterpretaron los manuscritos económicos y filosóficos de 1884, con las lecciones de 1944; el cine Darío, y sus lecciones de sexo con la métrica de prosas profanas; el pollo Bonanza, y su sabor a Macondo; el choripán de la 1ª. Calle Oriente, y su halo de migrante indocumentado; el Teatro Nacional, refugio de intelectuales orgánicos perseguidos por la infamia gregoriana, y, si me pongo menesteroso, el Portal La Dalia, pequeño laberinto de la soledad donde se lustraban zapatos viejos, se daban lecciones de política, y se vendían almanaques sin días tristes; el Parque Libertad, plagado de desempleados que no tenían quién les consolara, pues ellos también sabían cómo dividirse en dos personas; las estatuas de héroes fallidos, llenas de caca de palomas y rumores de una lucha revolucionaria en la sala de espera de la traición; los relojeros que le daban cuerda al tiempo pasado y, por allá, un inaudito almacén de artículos deportivos en el que el “Mágico” González compró su primer par de tacos goleadores.

Ese mundo irreal estaba en la otra acera, ese lado de espejos diáfanos con figuras de ángeles asexuados que tendían la mano para darle una flor al que sufría las fiebres del amor imposible; ese lado que presumía un parque vigilado, de cerca, por la Policía y la Lotería Nacional de Beneficencia que, sólo una vez, vendió un billete premiado entre los pobres: ¡y el número ganador de los cuarenta mil colones fue vendido en el mercado Central, a doña Concepción Rivas!

A medida que pasaba la guerra y la juventud, en un lado y el otro, supe que el deseo de otro país pernoctaba en el hospedaje de mala muerte de la abuela de la Cándida Eréndira, para combatir la fatiga y la hiel del fracaso. Por ambos lados caminó la guerra, y tuve que aprender a dividirme en dos personas para sobrevivir, en uno y otro, porque el terror había roto las puertas sin discriminar, y en las calles todo se hundía en el hielo ardiente de la dictadura, el que apenas era soportable cuando me sumergía en el calor del horno de la Mía Pizza. Y es que, en ambos lados, se escribió la historia, por eso es que, las dos personas que fui, no logran diferenciar sus dos tomos: el uno, con la historia política de los victimarios de lesa humanidad; el otro, con la nostalgia de las madres, las hazañas pueriles, los espaguetis a la boloñesa llevados a lo excelso en las cocinas del mercado central, la promesa de amistad del indigente del Portal Sagrera, el informe de la verdad a medias.

A medida que evado las balas de plata de la moral hipócrita, saltando de un lado al otro para convertir, en una sola persona, a las dos que en que me dividí, me invade la nostalgia al pensar que la guerra no debió acabar así, en una trampa de orgasmos fingidos y eyaculaciones precoces. Desde la celda del otro lado, oía el trajín callejero, y me pareció (en el instante en que la puerta se abrió y vi la voz del torturador) que era un pregón del fin del mundo, pues estaba seguro de que jamás saldría de ella. Calando, con las tijeras de la agonía, la venda que me tenía rebotando en la oscuridad, pude ver siluetas envueltas en perrajes verde olivo, y pensé que era una sentencia irrevocable. Un choque eléctrico me impidió seguir viendo, y el recuerdo de la luz se apretó contra mí, gimiendo en estado de brama, y tomó posesión de las sombras que los candiles agitaban, hasta que la mancha gris de un traje de fatiga, vino flotando por la esquina de las relojerías –la Felsus, era la más afamada porque vendía relojes que pronosticaban lluvias de utopía-, e hizo latente la tortura en la artritis.

Volver sobre los pasos, de una y otra persona, de uno y otro lado, por “la avenida” y por la 25 avenida norte; hacer fresco el regreso, con una horchata del mercado Tineti; comentar el horror que vi en la esquina de la muerte (es cuestión de percepción, así que podemos elegir estar en esa esquina, o en la 3ª. calle oriente y 10ª. Avenida norte, o sea en el mismo lugar leído desde ambos lados, el uno, cultural y carnal; el otro, político e ideológico), me llevó a vagar por los recuerdos, entre la calle Delgado y el parque Bolívar, pensando que podía recuperar el tiempo perdido, reconstruir la memoria, y deletrear la paradoja que hace congeniar dos biografías. En esos años, volver a casa era escapar de los peligros de un lado; era buscar amparo en los brazos de mi abuela, quien, con un nudo en la garganta, me esperaba con un café endulzado con suspiros de alivio, para domar los mordiscos sangrientos de la dictadura militar. Cuando todo había pasado, y los bomberos, como Pilatos Iscariote, lavaban la sangre, yo volvía a las calles para buscar a mis compañeros, y me sentía ilegal en mi país, sentía que las calles ya no eran mías, ni la ropa, ni las voces, ni la bicicleta de Salandra que me hacía soñar. Caminar por ambos lados, es hacer el recuento minucioso de: las caricias y las injusticias; los olores y los dolores; el vaho de las musas errantes y los matarifes itinerantes; los chismes de las locatarias y el inventario de muertos de las funerarias; el ángelus que le tiende la cama al mendigo de rancia alcurnia, y el político ladrón que nació en una chifurnia.

Hoy camino por ambos lados, siendo una y otra persona, con la intención de: recoger las horas que quedaron abandonas en la frontera del tiempo-limbo que, con audacia, fue trazado en la cortina de la Moda Parisiense; cambiar el billete de lotería que me premió con la sobrevivencia. Y todo lo malo lo arranqué de mí, como quien arranca los pétalos de un lirio maldito; y guardé luto por las dos muertes simbólicas que eran una dicotomía perfecta: la de un lado y del otro: la una, en un cuarto de “la avenida”; la otra, en el asfalto de los perros rabiosos.

Y eran una misma muerte en dos personas, o eran dos muertes en una misma persona, porque aquella era una maldición al cuerpo unigénito en que habitaban. El otro lado, siempre fue el lado correcto, porque uno era el espejo del otro.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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