viernes, 12 abril 2024
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Es lo mismo, pero…

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Gabriel Boric: Su elección "ha sido y es por el poder civil, la participación ciudadana informada y organizada", dice Benjamín Cuéllar. Añade que es "de los mismos de siempre" Nayib Bukele.

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Por Benjamín Cuéllar


Durante el último febrero, en nuestro país se cumplieron cinco décadas de las elecciones presidenciales en las que el candidato del Partido de Conciliación Nacional y de sus dueños enfrentó al de la Unión Nacional Opositora; entonces, el coronel Arturo Armando Molina representaba el continuismo castrense dictatorial y el ingeniero José Napoleón Duarte el esperado cambio democrático. Este pasado domingo 11 de septiembre, en Chile arribaron a los 49 años de haberse consumado el cruento golpe de Estado encabezado por el general Augusto Pinochet para derrocar al presidente Salvador Allende, quien había logrado la primera mayoría simple en los comicios del 4 de septiembre de 1970. Allende, proclamado como tal por el Congreso luego de unas semanas, se convertía en el octavo mandatario electo después del –hasta entonces– último “cuartelazo” perpetrado en 1932; Pinochet, al deponerlo, se alzaba como el líder emblemático del naciente régimen despótico responsable de gravísimas violaciones de derechos humanos.

Así las cosas, durante un buen tiempo, allá la apuesta fue clara y certera: respetar las leyes y el adecuado funcionamiento institucional. Esa ruta cambió violentamente en 1973, pero se retomó en 1990. Desde Arturo Alessandri hasta Allende, en Chile fueron siete los presidentes civiles y solo uno militar; eso ocurrió a lo largo de 41 años. Tras la salida de Pinochet y hasta antes del actual gobernante, fueron cinco –también civiles– en 28 años.

En cambio acá, desde diciembre de 1931, el tirano Maximiliano Hernández Martínez se instaló en Casa Presidencial y se mantuvo en esta liquidando población indígena y campesina, enarbolando la bandera anticomunista, persiguiendo y aniquilando opositores reales o inventados, manipulando tanto las leyes y la Constitución como el aparato estatal, e inaugurando obras monumentales como el Estadio “Flor Blanca” y el Puente de Oro. Así estuvo hasta su caída en mayo de 1944.

Le siguieron cuatro presidentes provisionales, tres electos y removidos, un presidente designado, un consejo revolucionario y cuatro juntas de gobierno, un directorio cívico militar y once presidentes que –más para mal que para bien– completaron su período. Ya sea de manera personal o participando en un ente colegiado, 22 civiles y 17 militares ocuparon esos cargos principales o secundarios; también un exguerrillero. Lo de “colegiado” es un decir pues los segundos siempre fueron, en la práctica, quienes predominaron en plena sintonía con sus amos; los civiles eran puro “relleno”. 

Así se resume lo ocurrido durante noventa años en ambos países, hasta el arribo al Órgano Ejecutivo de sus titulares presentes. Y la apuesta en El Salvador salta a la vista. Ha sido totalmente diferente a la chilena. Desde 1932 hasta el fin de la década de 1960, la superioridad de su soldadesca dominó sin mayores inconvenientes nuestra comarca; lo hizo con “mano durísima”. Tal escenario comenzó a destantearse de 1970 en adelante con la oposición electorera y la aparición de la alternativa guerrillera, hasta llegar al estallido del conflicto armado. Terminado este, la fuerza militar se redujo y fue separada de las tareas de seguridad pública.

Pero eso, treinta años después, es historia. Casi de inmediato, a partir de 1993 volvieron a utilizarla progresivamente para “combatir la delincuencia” y así ha ido creciendo tanto en tamaño como en poder de fuego. Ahora, junto con la Policía Nacional Civil y el “ejército” de troles a su servicio, Nayib Bukele ha convertido de nuevo a la Fuerza Armada en el otro bastión para “combatir a los enemigos internos” que hoy por hoy podrán ser las maras, pero mañana lo serán el descontento social y una real oposición política en las plazas, en las calles y –¿por qué no?– también en las redes sociales y en las urnas.

En semejante escenario, Bukele pretende estar colocado muy por encima de Gabriel Boric. Pero ni por historia de país ni por su desempeño en el cargo, existe siquiera semejanza entre ambos. Quizás por su edad, el primero tiene 41 años y su colega 36, pero no por vocación y madurez democrática. Eso es así, aunque aquel se enchile.

No cabe duda que la opción en el país suramericano ha sido y es por el poder civil, la participación ciudadana informada y organizada, el funcionamiento correcto de la institucionalidad, el respeto de las leyes y la Constitución. En fin, por la vigencia de los derechos humanos. En cambio, en el nuestro –no obstante lo acordado para terminar la guerra– ha sido por el manoseo grosero y descarado de todo lo anterior. Lo fue con “los mismos de siempre” y lo sigue siendo con estos. Pero no igual sino… ¡peor!

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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