Para Armando Herrera
En la vida uno se encuentra con muchos tipos de personas que pueden ser agrupadas en cinco categorías: las entrañables, las esenciales, las invisibles, las abusivas y las pendejas. Estas tres últimas abundan, nos interceptan a cada paso, fieles a su naturaleza estorban aunque no se vean, malsanas cuestionan, intentan dañarnos, su idiotez es tan grande como sus afanes de sobresalir.
Y no es que pretenda hurgar en la epistemología de las relaciones humanas, ni tampoco teorizar en algo tan vano, pero de esta propuesta tipológica se ramifican variantes amplísimas y mezclas realmente perversas que no vale la pena ni siquiera mencionar.
En las aguas del río vital también convergen personajes disimiles a nosotros, con ellos raras veces congeniamos y más extraño es tenerles afecto, esos son verdaderos hallazgos, joyas descubiertas a la luz de los sucesos.
Allá por 1990, en el San Salvador de mis recuerdos, conocí a los integrantes del grupo Códices, un colectivo de artistas plásticos y escritores respetables como Camilo Minero, Julio Reyes, Alfonso Quijada Urías, Mauricio Marquina, Joaquín Domínguez, Mario Castrillo y Armando Herrera.
No tengo preciso si acordamos con Códices la publicación de una página semanal o quincenal en el Tres Mil, suplemento que apenas nacía pero que poseía la fuerza de un volcán en erupción, cuyas planas invariablemente eran incluyentes y democráticas.
Con Armando Herrera simpatizamos de inmediato, la irreverencia, el cinismo y el humor fueron los toques que salpicaron largas charlas, diálogos diáfanos en los que nos burlábamos el uno del otro, le decían el Gato, tal vez por su mirada felina, imagen rancia y tradicional para identificar a alguien que tiene ojos claros.
Las visitas del Gato al diario eran frecuentes, hablábamos de todo, de coyunturas y ortodoxias, de literatura y de erratas mutuas, nos leíamos ambos, alguna vez mencionó en su columna que “degustaría los versos del místico Otero”, me cagué de la risa y se lo dije, yo ya me hacía pergeñando metáforas en algún jardín zen como todo un asceta.
En otra ocasión en el Bar Café La Luna, durante una conferencia con alguien de Códices en el que el Gato era el moderador, el personaje invitado era probablemente Alfonso Quijada Urías, utilizaron el reverso de las hojas en blanco para estampar el logotipo y el eslogan del colectivo, aquello parecía el Show de Cristina entre comunistas de cepa, algo bastante surrealista.
El Gato seguramente rechazaría cualquier cenotafio porque su actitud celebraba la existencia, con él tuve el placer de platicar con alguien esencial, de esos protagonistas ocultos de la historia que actúan silenciosos, ¿para qué necesitar reflectores si siempre se hace lo que dicta el corazón?