Por: Benjamín Cuéllar.
Hace un año, a pedido de Gerardo Magallón –mexicano de altos quilates que cubrió con su lente parte de la guerra salvadoreña y las negociaciones para finalizarla– escribí un texto obvia y deliberadamente provocador titulado “¿Cuándo y cómo se jodió mi país?”. Antes, a mediados de diciembre del 2020, Nayib Bukele decidió que el conflicto bélico y los acuerdos de paz que lo frenaron eran una “farsa”; entonces, le ordenó implícitamente a su obediente bancada que en adelante cada 16 de enero no se conmemoraran dichas “ficciones” y mandó homenajear en esa fecha a las víctimas de esa fratricida conflagración. Doce meses después, su dictado fue cumplido por una complaciente camada legislativa. En tal escenario, manipulador y trastocador de la historia nacional, se deben hacer algunas precisiones al respecto.
Una tiene que ver con el citado artículo que me publicó “Desinformémonos” ‒ semanario virtual de la tierra del buen Gerardo‒ que no es ni “neutral ni falsamente objetivo” sino “un espacio de abajo y a la izquierda, fuera del poder y de los poderosos”. Por esa sugerente autopresentación, me encantó la idea de escribirlo; además, hay que decir algo tras las referidas declaraciones y acciones de Bukele.
Comenzando por estas últimas, que quede claro: tanto los combates como el proceso de diálogo y negociación para superarlos no fueron ninguna patraña. Varias razones internas y externas influyeron para que aquella estallara y para que once años después terminara como terminó. En ese marco, no deberíamos perder de vista el esfuerzo liderado por monseñor Arturo Rivera y Damas ‒quinto arzobispo de San Salvador‒ quien convocó a un debate nacional por la paz; resultado de esa valiosa iniciativa fue el documento que –sin duda– no caería mal revisarlo, actualizarlo y hacerlo letra viva en una tierra como la nuestra adonde la desmemoria parece ser deporte nacional en el que las perdedoras de siempre fueron, son y siguen siendo sus mayorías populares.
Hubo una lamentable pérdida del rumbo hacia la pacificación real, sí, pero esta no tuvo nada que ver con los acuerdos. Sin los mismos no se habría logrado lo ya señalado que no fue poco –silenciar los fusiles– ni tampoco desterrar las prácticas sistemáticas de graves violaciones de derechos humanos por razones políticas cometidas principalmente por agentes estatales, pero también por la insurgencia. Hubo otras iniciativas prometedoras para comenzar a sanar las profundas e históricas heridas patrias. Sin embargo, el terrible extravío “en el camino de la paz” ‒así denominó Naciones Unidas al proceso señalado‒ es sobre todo producto nefasto de tres dardos envenenados que le incrustaron en su centro a la agenda nacional y social en la que debió convertirse lo pactado en Ginebra, el 4 de abril de 1990, y en Chapultepec el 16 de enero de 1992.
Además del adiós a las armas había que democratizar el país, respetar cabalmente los derechos humanos y unir la sociedad. Para ello –entre otros esfuerzos– nuestro sistema de justicia tenía que castigar a los responsables de las atrocidades ocurridas, independientemente de su bando, para empezar a superar la impunidad; los militares ya no participarían en tareas de seguridad pública; asimismo, se crearía un foro para procurar la concertación económica y social. Pero en lugar de juzgar a los criminales los amnistiaron y fortalecieron la impunidad; al año y medio de haber acabado la guerra, sacaron a la Fuerza Armada para meterla en lo que no debía y treinta años después sigue igual; finalmente desmontaron, dizque “temporalmente”, el foro mencionado y nunca lo reinstalaron.
Todo eso ocurrió en 1993. Entonces, de tan pérfida manera, jodieron a El Salvador. Lo jodieron ‒concluía hace un año en “Desinformémonos”‒ “con el mal cumplimiento o, de plano, el incumplimiento pleno de compromisos esenciales para la buena marcha del proceso mediante el cual –como bien cantó Silvio– mi país podría haber sido ‘adorable o por lo menos querible, besable, amable…’ Las responsabilidades principales y decisivas para que ello haya sucedido, se les deben endilgar a las partes marrulleras que no honraron ni su palabra ni sus firmas. Así, dejaron que prevalecieran vivas las perversidades de la exclusión, la desigualdad, la violencia, la inseguridad y la impunidad”.
Esta última, fortalecida, le está sirviendo al actual régimen para hacer lo que está haciendo: armarse hasta los dientes para derrotar al “enemigo interno” –léase, la protesta social en ciernes y por venir– además de decretar un hipócrita día en honor a las víctimas pasadas, cuando en el presente está produciendo las suyas; también derrochar millones y millones de dólares “bitcoineando” o comprando los derechos de un concurso frívolo y costoso, para “maquillar” los males que abaten a nuestras mayorías populares. Todos los gobiernos de la posguerra, sin excepción, le fallaron a estas; todos han sido, entonces, una gran decepción.