viernes, 26 abril 2024
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Daguerrotipos

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"Daguerrotipos", una serie de aleccionadoras anécdotas de infancia, es el titulo del nuevo texto que el escritor salvadoreño, Gabriel Otero, dedica a Gabito.

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Por: Gabriel Otero

Para: Gabito


GUERRA DE PLASTAS

Mi hermano Mario y yo nos habíamos fastidiado de jugar con cochecitos en una de aquellas casas de pueblo con corredores, arcos, jardines centrales y pilas antediluvianas, el maserati verde le ganaba al miura amarillo y viceversa. Visitábamos a la familia en Tejutepeque, sede de la circasia salvadoreña y lugar de nacimiento de nuestra madre Lucy.  

La rutina en los pueblos es pausada, la vida pasa lenta como el flotar de una burbuja. Nuestros primos y sus amigos nos llevaron a una hacienda de bovinos a ver cebúes pura sangre, había uno gigantesco con un hoyo en el lomo, las moscas no paraban de rondarlo y este ni se inmutaba.

El suelo estaba lleno de excremento de vaca en sus diferentes estados de descomposición. De repente, uno de los amigos de nuestros primos agarró una plasta o boñiga seca y nos la aventó, ese gestó inició la guerra generalizada.

La conflagración entre chiquillos duró buena parte de la tarde y al regresar a casa nada nos libró de la regañada de rigor y de estar plagados de garrapatas. Y ahí estaba nuestra madre Lucy bañándonos con repelente y con unas pinzas quitando cada bicho.

Bien dicen que de niño uno se entretiene hasta con la mierda y le extrae su lado jocoso. 

LA SIRENA

¿Te conté cuando vi una sirena en el fondo de una alberca? Tenía cuatro años, andábamos en Mazatlán, mi hermana Julieta estaba echando novio en la orilla, en las aguas de la piscina flotaban larvillas, decenas de ellas, la sirena me saludaba, me llamaba con la mano, atiné alcanzarla, aunque no sabía nadar me tiré un clavado de ovillo y cerré los ojos. Nadie escuchó ni se percató de mi temeridad.

Ella me cantó al oído, probó mis labios y me susurró su dulzura, fui marinero experimentado sin haber surcado los siete mares, fui Simbad y Ulises boqueando en la resaca de las olas antes de ser salvado por Calipso.

Mi hermana Julieta me buscó en los alrededores y no reparó que yo me estaba transformando en pez ahí en las profundidades a cinco pasos de ella, comenzaba a angustiarse, nuestros padres no tardaban en bajar a desayunar, de repente miró burbujas y la silueta difusa de un cuerpo de niño y sin dudarlo se precipitó al agua.

Me rescataron inconsciente, me dieron respiración de boca a boca hasta que volví a la vida, esa fue la segunda vez que me escapé de la muerte, vinieron varias más.

Desde entonces he buscado infructuosamente otras sirenas con la diferencia que ahora sé nadar.

LA ABUELA FLORA 

Mis papás me llevaron en tren a Monterrey a conocer a la Abuela Flora. Estaba en cama, al saber que era yo su nieto Gabriel me abrazó con la ternura de la sangre. No dijo una sola palabra, no hacía falta, su abrazo eterno aún me estremece.

Fue la única vez que la vi, días después falleció.

EL MAR

Cuando era pequeño mi padre Julián me enseñó a torear las olas, había que calcular el momento exacto de la corriente para sumergirse antes que reventara, si te tardabas un segundo corrías el riesgo de que el mar te jalara hacia el fondo. Por eso hay que respetarlo, es un ser poderoso y autónomo.

Poseidón tiene muy mal genio si se le provoca, de adolescente en el mar abierto de Ixtapa tuve la petulancia de meterme durante la marea alta. La banderola roja ondeaba en la playa. La noche anterior con el primo Luis habíamos enterrado unas cervezas en la arena, a esa edad, me desagradaba la amargura de su sabor, yo nunca había visto el sistema refrigerante de la arena mojada, las cervezas estaban frías.

Troté a la reventazón y me di cuenta de la fuerza de la corriente, ya no había marcha atrás, el mar intenso te jalaba a su interior, como pude mantuve firmes el temple y los pies, hubo un momento en el que el agua me cubría y aún faltaban metros para llegar, nadé y me dejé llevar, ya estaba ahí, de pronto las olas altas y a intentar zambullirte. Y a las primeras de cambio la revolcada, di como tres vueltas con la sal en la boca, me desorienté en el verdor de las aguas, pero vi el sol y el cielo, los brazos no me alcanzaban para salir a la superficie, me invadió la angustia en los pulmones y con todas mis fuerzas me impulsé hacia arriba y sentí el aire en la cara, que delicia respirar, pero fue por muy poco tiempo. Estaba mar adentro.

Nadé hacia la playa, sentí los brazos dormidos y las olas me volvieron a vencer y a atraer a lo profundo, una fuerza terrible me sujetaba los tobillos, era la famosa resaca, se me ocurrió nadar unos metros al parejo de la costa y eso me salvó la vida, el mar me eruptó.

Exhausto, terminé boca abajo casi besando la tierra firme, jamás volví a desafiar al mar y sus designios.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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