“Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve…” Es el inicio de la “Balada de otoño” de Machado, la que Serrat musicalizara y canturreara. Hoy la escucho con el caer de la tormenta; así, de a poco, percibo la particular voz de Jara recordando a Amanda en la calle mojada de la mano con Manuel durante cinco minutos; más bien, durante lo que dure el aguacero que ahora desnuda por partida doble las carencias de esta patria exacta descrita por Escobar Velado, llena de “un montón de hombres: millones de hombres; un panal de hombres que no saben siquiera de dónde viene el semen de sus vidas inmensamente amargas”. Y más llena de mujeres vulneradas en su dignidad y su existencia. En realidad, a este sufrido pueblo “cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos”, sempiternamente le ha llovido sobre mojado. Y hoy no es la excepción…
Yo he vivido la política intensamente. Ese trajinar, creo, comenzó en septiembre de 1960 cuando vi a mi padre ‒Roberto Emilio Cuéllar Milla, entonces secretario general de la Universidad de El Salvador‒ con la camisa ensangrentada y la cabeza vendada; esta se la abrieron y además le quebraron un brazo, todo a punta de garrotazos policiales, cuando agonizaba la presidencia del teniente coronel José María Lemus. Desde entonces a la fecha pasaron seis décadas y no ha faltado quién me pregunte si, después de tanto, valió la pena; si sirvió de algo tanta lucha y tanta represión gubernamental, tanta violencia política y la guerra.
Hay quienes se llenan la boca diciendo que sí, porque así ‒afirman muy ufanos‒ “se derrotó el militarismo y se instauró la democracia”. Pero tanto esos como sus antiguos enemigos, disfrutando su paz pactada, se convirtieron en los arquitectos del oportunismo y el cinismo; en los forjadores de una mayor desgracia para el país y su gente que, triste y abatida, ve cómo cae la lluvia intrusa que penetra por los “techos” de sus “casas”.
Y hay quien también se la llena presumiendo ser adalid de las “nuevas ideas” que salvarán a El Salvador, como hace más de diez años lo hizo aquel merolico malhechor que cacareaba presentándose como el inspirador de la “esperanza” y el hacedor del “cambio”. A ambos los siguieron unas mayorías cegadas por el hartazgo y la desesperación, tras haber sido ilusionadas con sus cantos de sirena.
Cuánta razón tuvo Monsiváis cuando, sobre la matanza del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco a manos de las hordas de Díaz Ordaz, escribió brillante: “A estas alturas finiseculares, con el desgobierno que antecede a la ingobernabilidad y el miedo como la legítima pasión urbana, las causas fundamentales de una generación suelen alimentar la incomprensión y la ironía de las siguientes”. Nada más atinado para describir El Salvador de hoy, porque quienes portaron los estandartes libertarios de antes se encargaron de abrirle el camino a los falsos profetas mileniales de ahora.
Veinte años requirieron las administraciones “areneras” para torcer el “camino de la paz”, acordado en Ginebra el 4 de abril de 1990; ese tiempo les sirvió para hacerlo, teniendo como “oposición” a sus ya para entonces rivales electoreros “efemelenistas”. Con estos últimos instalados luego en Casa Presidencial, fueron diez los que aprovecharon para continuar transitando la misma desviada ruta de sus predecesores.
A Nayib Bukele le ha bastado solo un año para mostrarle al país y al mundo hacia donde nos lleva: muy lejos de ese sendero demarcado en aquella ciudad suiza treinta años atrás, cuyos pasos ‒más allá de finalizar la guerra en 1992‒ eran la democratización del país, el respeto irrestricto de los derechos humanos y la “reunificación” de la sociedad. Las evidencias están a la vista. La última: eso que llamaron oficialmente “conferencia de prensa” realizado el domingo 31 de mayo, en la víspera del primer aniversario de su gestión como titular del Ejecutivo. En menos de media hora repartió acusaciones y otras pullas contra la Sala de lo Constitucional, la Asamblea Legislativa y el periodismo independiente, entre otras de sus “enemistades” gratuitas solo por no agachar la cabeza ante sus dictados.
De lo anterior, mucho se ha dicho y escrito; también mucho se dirá y escribirá. Y todo con sustento. Yo solo lo menciono, para así aprovechar el resto del espacio recordando un atinado y lapidario consejo que tanto le serviría al presidente salvadoreño si lo llegara a considerar, lo cual dudo. “Aprendamos a decir las cosas con presteza, claramente, y con una determinación serena: hablemos poco, pero con claridad; no digamos más de lo que es estrictamente necesario”. Un regalito del psicoterapeuta francés Émile Coué, de hace tanto tiempo y sobrado de razón.
En algunos años estaremos recordando la tormenta “Amanda”; eso sí, ojalá me equivoque, en medio de otras más terribles tormentas… Por ahora, el estado de El Salvador es deplorable y lamentable. No existe un Estado de excepción formal sino de decepción real y el precario Estado de derecho se encamina a ser un palmario Estado de deshecho.