domingo, 14 abril 2024

10 de octubre de 1986

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En la esquina de la Casa Guirola, el pavimento hacia olas. Un Toyota 1000 perdió el control y se detuvo, vuelto en sentido contrario. Un retumbo profundo señalaba que la muerte marchaba en aquellos momentos entre nosotros

Aquel día, terminé clases en el Instituto Nacional José Damián Villacorta (Santa Tecla) con los consabidos dos panes preparados por el inmortal Chele. Era mi primer año de bachillerato. Hacía muy pocos días, un compañero había asesinado a otro en el salón adjunto, mientras jugaba con una pistola que le había sustraído a su padre.

Casi todos los días, me iba o a la Casa de la Cultura o a una fotocopiadora cercana, a ayudarles a las dueñas con los aparatos y, de paso, a aprender a usarlos. Así llegó a mi existencia el conocimiento de cómo funcionan el fax, la fotocopiadora y otros aparatos electrónicos muy en boga entonces.

Aquel día decidí ir a la Casa de la Cultura. Era una edificación de bahareque, muy antigua, pintada de verde espanto en su fachada y su interior. Subí las tres gradas de acceso al salón grande, saludé a las bibliotecarias, hurgué un poco entre los estantes y…

Las paredes de bahareque comenzaron a descascararse frente a mí. La tierra se movía y costaba tenerse en pie. Todos salimos hacia el parque San Martín, situado enfrente. En la esquina de la Casa Guirola, el pavimento hacia olas. Un Toyota 1000 perdió el control y se detuvo, vuelto en sentido contrario. Un retumbo profundo señalaba que la muerte marchaba en aquellos momentos entre nosotros. Después, un silencio bestial, como aquel que quedaba cuando una bomba estallaba cerca. Y en aquella época eso no era ninguna rareza.

Cuando levanté la vista, vi que todos los que estábamos en la Casa de la Cultura nos fuimos a poner debajo de los cables de alta tensión que atravesaban las orillas del parque. Desde lo alto, unos 60 mil voltios saludaban a nuestras cabezas atribuladas por aquel movimiento de la tierra.

Caminé hasta el mercado y a mi casa. Mi familia estaba bien en ambos lugares. El susto nos recorría los cuerpos.

En la tarde, un amigo de la colonia y su primo llegaron a buscarme. Tenían una tarjeta firmada por el primer director del COEN. Nos autorizaba a entrar a las zonas de mayor impacto del terremoto. Nos fuimos en la camioneta vieja del primo. La idea era recoger comida y agua para las brigadas de rescate que laboraban entre las ruinas del edificio Rubén Darío, epicentro de la catástrofe. Muchísima gente nos dio alimentos, bebidas y hasta una planta eléctrica portátil. A eso de las 8 de la noche, entramos a la zona cero.

Aquello era un hervidero de gente. De pronto, sonaron pitos y hubo gritos. A nuestro lado pasó un grupo con una camilla. A bordo llevaban un trozo grande carbón. Era un cadáver. Arriba nuestro, la luna brillaba sobre los edificios o restos de ellos, en una escenografía perfecta de una ciudad fantasmagórica.

Llegamos hasta el propio edificio Darío. Lo alumbramos con unas potentes lámparas de baterías que nos habían donado ese mismo día. Me estremeció ver que a mi rayo de luz lo reflejó algo. Fue horripilante. Los restos de paredes, techos y vigas chorreaban sangre. El reflejo vino de la calva de un hombre apresado entre aquellos restos. Todo olía a humo intenso por el incendio interior. Todo apestaba a muerte y a devastación. MI ropa de quinceañero quedó impregnada de aquel vaho, de aquel hijiyo durante muchas semanas.

Salimos del Darío y recorrimos las calles y avenidas cercanas a las plazas Barrios y Libertad. Los barrios del sur capitalino casi habían desaparecido. En uno de ellos, una madre abrazaba a su hija entre las dos paredes de su casa que no habían caído y que formaban un triángulo sobre sus cabezas. Se alumbraban con una vela. No quisieron salir cuando se los pedimos. Las réplicas del terremoto se sentían a cada rato.

Después de atestiguar la destrucción material y humana del fenómeno natural, nos fuimos al Hospital de Maternidad. En el parqueo, las nuevas vidas se abrían paso entre gritos y sangre. Era urgente crearles tiendas de campaña para proteger a parturientas y sus crías. Con enormes tijeras, nos metimos a cortar y cortar enormes pedazos de plástico de unos enormes rollos que nunca supe de dónde salieron.

En la madrugada, recordamos que no habíamos cenado nada. No había nada abierto. Nos fuimos en la camioneta hasta el Seven Eleven que había entonces en una casa bonita casi enfrente de la Universidad Francisco Gavidia, sobre la Roosevelt. No había más que botellas de licor alienadas en el piso. No quedaba nada de comer, ni siquiera papas o churritos. Las botellas estaban así para evitar que se rompieran con las réplicas. A los bolos, hasta las ganas de beber se les habían ido, recuerdo que pensamos y nos reímos.

Casi al lado, había un carrito que vendía hoy dogs y hamburguesas con gaseosas. Eso cenamos. A mí me costó digerir cada bocado. El olor a muerte en mi ropa era demasiado fuerte.

Regresé a mi casa casi al amanecer. Llegué agotado. No sé cuántas horas dormí para reponerme. En los días siguientes, tendría oportunidad de ir a otros puntos afectados de San Salvador y alrededores, como colaborador de encuestas o como rastreador de supervivientes o cadáveres en la colonia Santa Marta.

Ese diciembre, mi madre extrañó la ausencia de una señora bizca que le suministraba pólvora para su puesto en uno de los parques tecleños. No apareció ni ese año ni el siguiente ni nunca más. Desde entonces, mi madre cree que ella murió aquel día del terremoto, porque su humilde casa quedaba en una de las zonas capitalinas de mayor impacto por la onda sísmica.

Aquel 10 de octubre de hace 34 años, muchas vidas se perdieron por efectos de la naturaleza y de nuestra sempiterna vulnerabilidad social. La guerra y la corrupción también contribuyeron a hacer más grande el desastre. Tres décadas y cuatro años después, San Salvador ha cambiado muchísimo, pero el peligro de que una falla local provoque un terremoto superficial persiste.

Cierro este texto con un pensamiento personal hacia todas las víctimas y sus familias. Ellas se merecen nuestro abrazo y nuestro recuerdo hoy y siempre.

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Carlos Cañas Dinarte
Carlos Cañas Dinarte
Historiador, escritor e investigador salvadoreño, residente en España. Experto en temas centroamericanos, columnista de ContraPunto
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