Presumiblemente ocurrió entre el 22 y 23 de agosto del 2010 en El Huizachal, municipio de San Fernando, Estado de Tamaulipas. Fueron 72 las víctimas asesinadas, entre las cuales hubo catorce migrantes de nacionalidad salvadoreña; en su tránsito hacia Estados Unidos estas personas fueron secuestrados por integrantes del cartel de Los Zetas, a quienes no pagaron el dinero que les exigían para liberarlas. Casi once años después es quizás mayor la indignación que hoy anida en los corazones de mucha gente en nuestro país y fuera de este, producto de otro hecho de violencia reciente ocurrido en la tierra de Raúl Vera López; a este menudo fraile de la Orden de Predicadores, tuve el privilegio de conocerlo durante la década de 1980 en el Centro Universitario Cultural, ubicado junto a la Universidad Nacional Autónoma de México.
A quienes nos corre sangre por las venas, esta debería hervir tras enterarnos de la muerte brutal de Victoria Esperanza Salazar; esa noticia le ha dado la vuelta al mundo y no cabe agregar mucho a lo que ya la gente conoce. En palabras de su hermano, “ella emigró de El Salvador hacia México buscando mejores oportunidades porque acá ella, madre soltera con mis dos sobrinas. Y desgraciadamente aquí la situación es bastante mala en referencia a los trabajos […], en referencia a los salarios que se reciben en los trabajos […] Entonces, esa fue la razón principal por la cual ella se fue. Y llegando allá no tardó más de dos años y ella ya tenía la visa humanitaria”.
Según el artículo 52 de la Ley de Migración mexicana, en el caso de nuestra compatriota asesinada el recién pasado sábado 27 de marzo en la ciudad de Tulum, Quintana Roo, se supone que fue considerada “visitante por razones humanitarias” al haber comprobado la existencia ‒precisamente‒ “de una causa humanitaria o de interés público que haga necesaria su internación o regularización en el país, […] con permiso para trabajar a cambio de una remuneración”. Dicho en otras palabras, el haberle otorgado tal estatus a Victoria Esperanza debe interpretarse como un acto de solidaridad con alguien que en su tierra natal no vivía dignamente; esto último era lo que anhelaba ella, según cuenta el hermano, para sus dos hijas adolescentes.
Esa política quedó regulada en aquel país, al ser publicada la referida normativa el 25 de mayo de 2011. Su presidente desde el 1 de diciembre del 2018, Andrés Manuel López Obrador, en enero del 2019 “apapachaba” a la población migrante salida del “triángulo norte” centroamericano y en camino hacia Estados Unidos; lo hacía de palabra, coqueteándole a través del entonces recién firmado Protocolo “Quédate en México” con Donald Trump y otorgando casi 9000 visas humanitarias. Sin embargo, más adelante echó mano de la Guardia Nacional ‒su “creatura”‒ para reprimirla y la hacinó en deplorables centros de detención. Al observar la norma y la práctica, recuerdo a mi santa madre y el refrán no corregido pero sí aumentado por ella: “El papel aguanta con todo. Tanto que… ¡hasta en el baño hay!”.
Pero muchas mujeres salvadoreñas no solo abandonan su terruño por el “hambre”, como Victoria; también por la “sangre”. Sí. De haber emprendido la huida, a pesar de los riesgos quizás aún estarían vivas ‒en otro país‒ Flor María García y Katherine Andrea H. La primera, de 33 años de edad, está desaparecida desde el 16 de marzo; la segunda de apenas quince, apareció decapitada el 27 del mismo mes en el cual se “celebra” ‒paradójicamente‒ el Día internacional de la mujer. Yesli Isabel Mejía y Kenia Tatiana Salama, ambas de dieciséis y Esmeralda Guadalupe Elías de catorce, junto a Caterin Esmeralda Sánchez de quince, son adolescentes que reporta la Fiscalía General de la República como desaparecidas durante el presente año. Casi 550 mujeres, de diversas edades, desaparecieron en el 2020; esa cifra es preocupante, sobre todo si se considera que hubo una reducción de casos por la pandemia.
Al inicio de esta columna se hace referencia a Raúl Vera López, fray “Raulito” como le llaman cariñosamente, ¿Por qué? Pues porque este religioso ‒obispo de Ciudad Altamirano, San Cristóbal de las Casas y Saltillo‒ se acaba de retirar a sus 75 años. Lo hizo amenazado por el crimen organizado y los zares del neoliberalismo; “abandonado por sus hermanos de báculo y mesa”, como describió don Pedro Casaldáliga a san Romero de América cuando lo canonizó, pero muy bien acompañado por su “pobrería”.
En una de sus últimas entrevistas, irremediablemente hubo que abordar uno de los temas que más despiertan su pasión y su indignación: el migratorio. “Es el efecto más doloroso, lacerante y cruel, del sistema económico neoliberal”, denuncia. Luego se pregunta y responde por qué migra la gente. “Porque ‒asegura‒ se está muriendo de hambre, porque los salarios son una miseria. Por las tormentas y los huracanes del cambio climático. Por la desigualdad y la violencia. Son las consecuencias de mundo desordenado”. Cambiar radicalmente ese desorden mundial será, sin duda, la victoria de la esperanza de nuestras pobrerías.