En este caso es muy posible, ojalá sea así, que dos más dos sí son cuatro. Se acostumbra decir que en política eso no es cierto. Y se agrega que en ese ámbito, hasta los ríos se devuelven. Sin embargo, ante lo ocurrido durante las primeras cien horas de la recién estrenada administración de la Casa Blanca ‒no durante sus primeros cien días‒ lo que parecía ser una estrategia de campaña electoral, ahora apunta a ser una extraña pero muy embarazosa y hasta espantosa realidad.
Donald Trump tenía ya enemistades, bastantes, antes de convertirse en el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América el 20 de enero del año en curso; de ese día a la fecha, se ha agenciado otras cada vez más y más. Pero entre todas, la peor no es ni el terrorismo islámico ni la “invasión” al territorio que hoy “dirige” por parte de una emigración que, para nada, es reciente; es histórica y entre sus partícipes se incluye hasta su madre. No son esas las más grandes entre todas; sus más terribles enemistades son su propia personalidad, sus decisiones y sus acciones.
Con cada decreto, declaración o tuit que emite, lo que ha hecho desde que está al frente de tan poderosa nación ‒esa que hace más de ocho años parecía profundizar su democracia, con la elección de un mandatario federal afroamericano‒ es hincarle uno a uno los clavos a su ataúd político. De seguir así, como parece seguirá, cabe considerar como posibilidad lo que la sección cuarta del artículo II de la Constitución estadounidense establece: que pueden separarlo del cargo si es acusado y declarado culpable “de traición, cohecho u otros delitos y faltas graves”.
Otro escenario podría ser el de una oposición social interna fuerte y masiva, permanente y creativa, a la que quizás se sumaría la de ciertos liderazgos políticos, religiosos y morales dentro y fuera del país. Llama poderosamente la atención que importantes funcionarios de la Organización de las Naciones Unidas ‒el alto comisionado y el relator especial sobre la tortura, en concreto‒ ya cuestionaron públicamente a Trump. Todo esto, en conjunto, vendría a ser una especie de détente global en defensa de valores incuestionables fundados en la dignidad de la persona humana y la de los pueblos.
Tras esta reflexión inicial, preocupada combinación de cruda realidad e ilusionada especulación, hay que ver la situación actual de Estados Unidos de América y el mundo como una oportunidad para la subregión que ‒hoy por hoy y desde hace rato‒ es considerada como la más violenta y peligrosa del planeta: los territorios guatemalteco, hondureño y salvadoreño, que juntos son también conocidos como el “triángulo norte centroamericano”.