Aquella información que sabiéndose es incorrecta y es divulgada con la intención de manipular, definitivamente no merece ser tomada con seriedad. Afecta la toma de decisiones y la naturaleza de la deliberación en una democracia. No puede negarse que hay abusos en algunas publicaciones. La calidad de estas queda demostrada al no brindar información de quiénes son, cuáles son sus fuentes de financiamiento, listado de periodistas, direcciones de correo dónde comunicarse y sus notas no son firmadas, por citar algunas buenas prácticas.
La protección de la libre expresión tiene un momento importante en la Opinión Consultiva 5 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que interpreta el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1985. Ese documento puede ser aplicado en las variadas formas de comunicación en la era digital, al tener como fondo la prohibición de la censura previa.
La Constitución rechaza tal práctica en el artículo seis, que también establece que deberán responder por los delitos que cometan los que hagan uso de la libertad de expresión; uno podría ser la difamación, que consiste en acusar a personas de actos que afecten su reputación, sin tener pruebas.
Ahora bien, incomodar al seguidor del equipo de fútbol rival, a un político o funcionario, publicar opiniones, caricaturas o memes, no es algo indebido, mucho menos delito; pero usar Internet para causar deliberadamente daño a la imagen de una persona, y amplificarlo en Internet es otra situación.
Si le suena conocido es porque abunda, principalmente en redes sociales y en algunas publicaciones digitales que emergieron principalmente en el año previo a la elección presidencial del 3 de febrero pasado.
Una figura prominente de este tipo de prácticas es el uso de troles. Si se permite el verbo, trolear es una actitud dedicada específicamente a hacer publicaciones irritantes, dirigidas a provocar, causar polémicas y controversias. No les interesa dar aportes, sino alentar sus ideas e imponerlas como únicas; no hay argumentos ni debate. Muchos de los que trolean no son tipos con gafas enfundados en una gabardina gris, tras un teclado; lo hacen algunos políticos, dirigentes gremiales, de la sociedad civil.
Una propuesta de reforma a la Ley contra Delitos Informáticos plantea que “el que por medio de perfiles falsos, ya sea utilizando la identidad de otra persona o creando personajes; difamare, calumniare, injuriare y divulgare hechos falsos, para dañar el honor, la intimidad personal o familiar y la propia imagen de personas naturales o jurídica, o realizare Apología del Delito (trata de justificar acciones de dudosa legalidad), a través de redes sociales o tecnologías de la información y comunicación, será sancionado con prisión de cuatro a ocho años de prisión”.
La amplitud de la libertad de expresión facilita que sean cobijados aquellos que mienten deliberadamente, sin escrúpulo alguno, aunque lo disfracen de verdad; conscientes de que son manipulaciones.
Algunos pueden creer que esa es la única forma de romper con las manipulaciones y mentiras que están seguros divulgan los medios de comunicación. Puede ser que sea así en algunos casos, pero la validez de tal argumento se cae cuando avalan tales actitudes en las publicaciones que a ellos les agradan. Entonces, no es que les interese la verdad, no es lo que les interesa saber, sino lo que les conviene escuchar.
El Estado es el primer responsable de garantizar a los ciudadanos sus derechos, legislar contra medios y plataformas que divulgan y promueven información falsa resulta más perjudicial que beneficioso; porque el libre debate es la mejor solución. Lo complicado es cuando los políticos no ejercen su liderazgo, y más bien avalan, fomentan y replican a los troles, lo que causa un círculo vicioso.