En su descenso verde, limpio hasta los valles, la luz en Izalco parece desmentir la mano fría del hombre.Indiferentes al dolor o a toda pregunta se muestran los cerros que rodean El Mozote. Por eso hay que nombrarlos.
-En El Mozote-
El cielo que revienta
sobre un escenario
corresponde así
a la locura del rey viejo.
Pero no siempre
relámpago y rayo
expresan una herida.
Monótona cae
la nieve olvidadiza
sobre los campos
de Auschwitz.
En su descenso verde,
limpio hasta los valles,
la luz en Izalco
parece desmentir
la mano fría del hombre.
Indiferentes al dolor
o a toda pregunta
se muestran los cerros
que rodean El Mozote.
Por eso hay que nombrarlos.
-La calle principal (El Mozote, diciembre 14, 1981)-
Hay un triciclo volcado
en primer plano,
en el borde inferior
de la fotografía,
pertenece a la basura
de la muerte.
La calle no es larga,
la perspectiva le da fondo.
El último trazo de las viviendas
se interrumpe entre los árboles.
Frente a dos líneas verticales
que la mirada sigue
en la pared izquierda
yacen más objetos desplomados.
Los árboles son grises,
las paredes son grises,
el triciclo es una suma
de blancos, negros y grises.
La calle es un río seco
al que arrancaron los pasos,
en su polvo cayeron los gritos
y solo el viento la recorre.
Las puertas de las casas
son como tapas de ataúd.
-Su último sol (El Mozote, diciembre, 1981)-
El último sol
se levanta y se mueve
como un animal
entre las casas.
Las casas amanecieron
convertidas en cárceles.
Encerrados: hombres,
mujeres y niños
imploran a Dios
que les entrega
con la luz
una oblea de sombra.
Fuera
ya empezaron
a talar cuerpos.
Los prisioneros saben
que son el bosque.
Las paredes que aman
les dan la espalda.
Dentro
los rostros se miran,
resbalan
por las palabras no dichas
hasta el dolor sin respuesta.
Ya se tomó la decisión.
Un cuchillo corta
las cuerdas de la piedad.
-Un grito (El Mozote, 1982)-
Poco a poco,
el cuerpo
–un movimiento
desplomado
que corona
la dentadura abierta
de un grito–
se transforma
entre tallos secos
en otro accidente
de la tierra.
-El terror–
Conforme a método,
reventaron carnes,
sangraron voces.
Para descubrir
la urdimbre roja
y derrotarla,
noche tras noche,
día tras día,
arrancaron uñas
y cercenaron cuellos.
Esa fue
su oscura industria.
Pechos y brazos
y espaldas perforaron
hasta separar de un tajo
la cara del hueso
y convertir al hombre
en pulpa y a la pulpa
en una cifra
sobre la mesa
de un despacho
tranquilo y lejano.
-Samuelito (Morazán, 1987)-
De aquellas paredes,
de aquella ventana,
de la tierra familiar
y sus veredas,
de aquel barro
con boca de agua,
de aquellas tareas
en la milpa y en casa,
de su casa,
solo quedan
sus ojos de niño
sin padre ni madre
en un ejército de hombres.
El sol
le ha mostrado
las heridas
de las que nadie vuelve.
Sus pequeños pies
conocen el infierno.
Y sobrevivió y aguardó
su momento
de agarrar el cuchillo.
Apenas tiene fuerzas
para hundirlo todo,
pero no duda
en cobrarse la deuda
contra la garganta del soldado.