lunes, 13 mayo 2024
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La bella y la bestia

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A los criminales de antes y después de la guerra les estarían indicando que, a partir de entonces, nadie estaría por encima de la ley; a las víctimas de aquella barbarie y de los delitos que se cometieran tras el “adiós a las armas”,

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Por: Benjamín Cuéllar

Estamos en la víspera del 30 aniversario de la firma del Acuerdo de paz de El Salvador, más conocido como el Acuerdo de Chapultepec por el castillo ubicado en el entonces Distrito Federal mexicano; fue ese el sitio en el cual se encontraron representantes gubernamentales e insurgentes para firmarlo. En el ambiente dentro de esa histórica sede, en nuestro país y fuera de este flotaban de la mano la alegría, el optimismo y la esperanza. Se estaba poniendo fin a una larga y fratricida confrontación bélica que dejó un saldo cargado de elevados y dolorosos niveles de luto, dolor y destrucción. Pero quedó latente una enorme deuda pendiente que debía comenzar a ser saldada de inmediato: la de satisfacer las legítimas demandas de verdad, justicia y reparación para las víctimas de todo lo anterior, junto al establecimiento de sólidas garantías para que en nuestro país las atrocidades ocurridas en su suelo no se repitieran jamás.

Pero no lo hicieron, pese a que en el citado documento las partes firmantes se obligaron explícitamente a llevar esos hechos terribles ‒ “independientemente del sector al que pertenecieren sus autores”‒ ante los tribunales de justicia para activar su “actuación ejemplarizante” en función de aplicar a sus responsables “las sanciones contempladas por la ley”. ¿Cuál sería el mensaje de dicha “actuación ejemplarizante”? Uno doble. A los criminales de antes y después de la guerra les estarían indicando que, a partir de entonces, nadie estaría por encima de la ley; a las víctimas de aquella barbarie y de los delitos que se cometieran tras el “adiós a las armas”, les estarían anunciando que el sistema las iba a apapachar. Así se perfilaba a futuro un legítimo ideal: superar la impunidad.

Sin embargo, procedieron en sentido contrario: la fortalecieron con la aprobación de la amnistía en marzo de 1993. De esa forma protegieron durante 23 años a quienes consumaron el vasto salvajismo colectivo iniciado allá por 1970, con el incremento de la persecución política gubernamental y los pininos criminales guerrilleros. Once años después, el escenario era otro. 1981 arrancó con la primera “ofensiva final” rebelde y cerró con la matanza más terrible sucedida en Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo XX, conocida como la de El Mozote y lugares aledaños.

Con la citada amnistía, el doble mensaje que se terminó enviando fue del todo diferente al que se debió haber mandado de haber juzgado a los autores materiales de graves violaciones de derechos humanos y, sobre todo, a quienes ordenaron ejecutarlas. Al encubrir sus crueldades, les dijeron: “La Comisión de la Verdad considera que lo que hicieron fue aterrador, pero lo pueden seguir haciendo porque acá no se castiga”. A las víctimas, les dijeron: “¿Quieren justicia? Pues búsquenla adonde y como puedan, porque las instituciones salvadoreñas que deberían impartirla no lo harán”. Esto último le pasó a las familias de las más de mil personas asesinadas y desparecidas hace cuarenta años en El Mozote y sus alrededores; también a las del Sumpul, del Lempa, El Junquillo, el Llano de La Raya, Las Hojas, La Quesera, Copapayo, La Cayetana, la Guinda de mayo, El Calabozo y tantas más.

Esa impunidad que se mantiene desde al menos hace nueve décadas ‒cuando se aplastó a sangre y fuego el levantamiento indígena y campesino en enero de 1932‒ no se salda con absurdos negacionismos “areneros”, con hipócritas pedidos de perdón “efemelenistas” o con la promesa “golondrina” de mediáticas millonadas. Así no se logra el pretendido “borrón”, pero sí se garantiza que continúe la “cuenta nueva” abierta casi inmediatamente después del conflicto armado, la cual se mantiene así hasta el día de hoy.

Pese a la presencia de Alfredo Cristiani y Carlos Salinas de Gortari en el Castillo de Chapultepec hace 30 años, la firma del Acuerdo paz de El Salvador no se vio desmerecida. Allí se pegó la última puntada en el hermoso traje que debió lucir la bella; es decir, la paz a cultivar y cuidar progresivamente de entonces en adelante. Esa prenda debió ser decorada con la verdad enaltecida, la justicia debida y la reparación requerida. Pero a estas alturas, como las sangrantes manos denunciantes que acaban de desfilar en una pasarela, aquel vestido encantador terminó malogrado por la bestia ‒la impunidad‒ con cientos de miles de mozotes, esas semillas de mala hierba que se pegan a la ropa. Uno por cada crimen no esclarecido, uno por cada perpetrador protegido, uno por cada sentimiento dolorido, uno por cada grupo familiar destruido, uno y muchos más por este país que nos lo han jodido.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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