Santa Josefina en llamas

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En febrero de 2016, un sábado, unos matones mandados desde Matagalpa destruyeron el aula

« Todos deben ser protagonistas »

Un atardecer de abril de 2016 el centro del caserí­o se iluminó con intensidad. Los pobladores alertados por el ruido de las tablas que se desplomaban y los primeros gritos de alerta salieron de sus casas contemplando petrificados el incendio. La inmensa casa- hacienda de los terratenientes cafetaleros habí­a dominado, durante casi un siglo, estas tierras de la cañada de Jucuapa Arriba, al sur del cerro Apante.

El edificio, blanco pocos minutos antes, se retorcí­a, gemí­a y bailaba con reflejos rojos siempre más grandes a medida que se desprendí­a de las tablas carbonizadas. La estructura se torcí­a; los pilares cedieron precipitando el primer piso en un rugido que asustó a los monos congos alertados por el escándalo nocturno. Cuando llegaron los bomberos desde Matagalpa, como a las siete y media, ya era demasiado tarde para salvar la forma monstruosa que daba sus últimos suspiros ahumados. 

En la mañana, solo quedaban las paredes de concreto con lemas izquierdistas que afirmaban « Todos deben ser protagonistas », pintados por una brigada vasca en 1989 mientras la estructura agonizaba a sus pies. Los pobladores asistieron al fin de la casa- hacienda de Santa Josefina con una mezcla de horror y de alivio. Fue un episodio más en el conflicto entre los pobladores de Santa Josefina y los dueños que reclaman su expulsión desde hace 26 años. Los habitantes propusieron quedarse en sus casas y gozar de 3 manzanas por familia”¦ No llegaron a ningún acuerdo, el cafetal queda en abandono completo y alambres de púa aparecieron alrededor de la casa blanca.

La casa-hacienda grande, inmensa, marcaba el punto central de la comunidad. Se miraba desde todos los puntos cardinales de la pequeña geografí­a de la comunidad. El término de « comunidad » era un concepto reciente en esta finca. La tierra indí­gena paso a manos de terratenientes a principios del siglo 20, y los indí­genas pasaron a ser colonos al servicio del patrón. La Revolución sandinista cambió este paradigma eterno en el monte un siglo después de la insurrección de los indí­genas Matagalpas. En 1986, la hacienda Santa Josefina fue intervenida por el gobierno sandinista y pasó a formar parte de la empresa de reforma agraria « Chale Haslam ». La producción de café habí­a sido abandonada y, por razones estratégicas evidentes, este desperdicio de recursos llevó las autoridades a transformar la hacienda privada en Unidad de Producción Estatal (UPE)”¦ Y la vida cambió para los colonos que iban a reactivar la producción. La inmensa casa blanca pasó a ser bodega, sala de reunión y cocina central. Como parte del sistema estatal se construyeron casas para los trabajadores y una escuela grande para sus hijos, y un médico visitaba a los habitantes, y la Asociación de los Trabajadores del Campo participaba a la organización”¦ Los programas sociales cambiaron la vida de la gente en estos tiempos de guerra. Y todos, trabajadores del campo junto a brigadistas nicaragí¼enses e internacionalistas, limpiaron el cafetal, cuidaron los granitos de oro, participaron a la cosecha. En el 1990, cuando se dio la primera cosecha de la UPE Santa Josefina, los sandinistas perdieron el poder.

Los colonos perdieron el poder. Con el gobierno de Violeta de Chamorro se reordenó la propiedad tratando de borrar todo lo que olí­a a Reforma Agraria y a justicia social en el campo. El tí­tulo de propiedad prevalecí­a ante todo en estas antiguas tierras indí­genas que se sublevaron en 1881 contra el despojo de sus tierras ejidales.

« De aquí­, no nos vamos a ir ».

La empresa de reforma agraria « Chale Haslam » se desorganizó y encaminó a los colonos a buscarse donde ir para devolverle la tierra a sus ex-dueños. ¿Pero, dónde iban a ir si llegaron por la Revolución para mejorar sus vidas? Y ¿cómo irse después de haber reactivado la producción? ¿Y las casas? ¿Y la escuela? Este esfuerzo era su obra colectiva y la orden de un juez podrí­a a anularlo todo. Entonces, humildemente dijeron « de aquí­, no nos vamos a ir ». Y entraron en un ciclo duro: una nueva guerra silenciosa con juicios perdidos, mujeres golpeadas, amenazadas y encarceladas por la policí­a por luchar por sus derechos. Muchos se cansaron y buscaron una salida en tierras prometidas o en la ciudad, donde nadie los esperaba y donde todo quedó en promesas.

La disputa legal se acompañaba con insultos y amenazas. Los artí­culos publicados en La Prensa ilustran el nivel de odio que corre como el agua en la falda del cerro Apante. Los habitantes de la comunidad no tienen nombre ni apellidos en los artí­culos: solo aparecen  como « los tomatierras » (La Prensa, 4 de abril de 2016). Cuando los periodistas del medio van al lugar a tomar fotos, no presentan el punto de vista de los  habitantes y el artí­culo sigue deshumanizando a los pobladores de la comunidad. Los aliados de la antigua propietaria reclaman « saquen a los filibusteros y tomatierras a tiros » (Pagina facebook, Santa Josefina Samulali, 12 de abril de 2016), “usurpadores invasores””¦ Las notas publicadas en La Prensa son muy claras con las intenciones de los dueños.

Matones en el aula

A pesar de este contexto tenso, la alcaldí­a de Matagalpa ayudó a financiar obras comunales. La municipalidad disponí­a un presupuesto mientras la comunidad organizaba las obras para mejorar sus condiciones de vida. El último proyecto fue la ampliación de un aula para que los niños de preescolar contaran con un espacio adecuado para sus actividades. Antes, la antigua dueña reclamante habí­a cercado su casa-hacienda a pocos metros de la escuela para recordar que podí­a hacer lo que le daba la gana « en su propiedad ». En ese momento, en diciembre del 2015, recibí­ un mensaje de las profesores donde denunciaban amenazas de destruir la construcción.

En febrero de 2016, un sábado, unos matones mandados desde Matagalpa destruyeron el aula, hecho silenciado por La Prensa. Al parecer, el reclamo de la propiedad pasa por encima de la educación de los niños, retornando a esquemas que creí­amos no volverí­amos a ver en el campo después de la caí­da de Anastasio Somoza: no queda nada de la construcción escolar, solo el piso de cemento y la base de los pilares como restos para una arqueologí­a del conflicto.

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Loren Sanchis
Loren Sanchis
Colaboradora
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