Rubem Fonseca, uno de los más grandes escritores de lengua portuguesa ha muerto. Recién hace unos minutos me he enterado y entre el estupor que esto me causa, pergeño estas líneas que intentan ser un agradecido reconocimiento para un autor que ha sido una de mis mayores influencias literarias.
He de decir que no me sentía así desde 2011, con la muerte de otro de los grandes autores de mi vida: Ernesto Sabato. Y ahora que sé que un infarto se llevó a este gran narrador, trato de ordenar estas ideas.
Supe de Rubem Fonseca allá por 1996, en un excelente taller de creación literaria que impartió Horacio Castellanos Moya, en la Fundación María Escalón de Nuñez. Como parte de los ejercicios que nos daba Castellanos Moya, nos presentaba lecturas de grandes cuentistas y recuerdo muy bien cuando que nos recomendó al brasileño. Por razones que no vienen a cuento en este texto, yo he tenido, desde mi infancia, una fascinación por la cultura brasileña y es así que me dispuse a rastrearlo y saber más de la literatura del coloso del Sur; aquí no habían libros del cuentista y el internet estaba en ciernes, así que luego de unas fotocopias que logré conseguir en la universidad, quedé maravillado con su prosa: Concisa, directa y poderosa.
Seguí indagando hasta que al año siguiente, en una visita que hice a México, conseguí uno de sus libros: “El cobrador”. Sus relatos, brutales y ásperos, fueron como un martillazo en mi cabeza. Rubem Fonseca es uno de los insignes representantes de lo que se conoce como literatura urbana latinoamericana: Aquel tipo de literatura post Boom Latinoamericano interesada en las sociedades citadinas y contemporáneas, en las cuales conviven el crimen, la violencia, las drogas, la incomunicación y la deshumanización de un continente atribulado por crisis políticas, económicas, sociales, morales y culturales.
En toda la narrativa de Fonseca se asume la violencia y la criminalidad como componentes esenciales de sus historias. Los cuentos de Ruben Fonseca diseccionan con crudeza una sociedad en la que la violencia cotidiana, el crimen delictivo, la corrupción judicial y policial, el narcotráfico, el consumo de drogas y las mafias alrededor de ésta marcan el carácter de unas ciudades dominadas por la inseguridad. Es en esta literatura que los delincuentes, las víctimas, los vengadores, los marginales o los asesinos son los “héroes” de este autor, en historias que se nutren de la furia social, la violencia y la degradación humana.
No hay duda que con su obra, Rubem Fonseca renovó la literatura brasileña en cuanto que sus temáticas urbanas sucedieron a las rurales de autores como Jorge Amado o Carlos Drummond de Andrade y sirvió de puente para nuevos autores como Patrícia Melo, Paulo Lins y Marcelino Freire.
Con cuentos como El cobrador, Feliz año nuevo o Paseo nocturno –por mencionar solo unos cuantos de todos los que publicó en una veintena de libros–, Rubem Fonseca trazó un retrato duro y cruel de la sociedad brasileña, desde los estratos pudientes hasta el bajo mundo, centrado sobre todo en la realidad de los marginados, que describe de manera dolorosa y enérgica. Sus personajes son, en general, gente fuera del sistema, que se mueve y vive en comunidades urbanas precarias, conocidas en Brasil como favelas. Seres que viven bajo la mirada condescendiente o inquisidora de las clases medias y altas de ciudades como Río de Janeiro.
Tras licenciarse de abogado, trabajó en la policía. Gracias a ese trabajo conoció el mundo del hampa, lo que fue determinante para la construcción de toda su obra. Además, hay que señalar que la importancia de su producción literaria está no tanto en lo que cuenta, sino en cómo lo cuenta. La riqueza estética de su obra está en lo directa que es su prosa, sin florituras literarias, con una economía de elementos y con una fuerza narrativa sin concesiones.
Hoy que veo todos sus libros, que ojeo sus Cuentos Completos, Lucía MacCartney, Mandrake, Ella y Otras mujeres, El Collar del Perro… no puedo más que agradecer por tanta genialidad, por mostrarme a través de sus relatos poderosos cómo es que se debe escribir. Gracias, maestro, por enseñarme que la clave de escribir textos breves es saber decir mucho con poco. Gracias por enseñarme que lo único importante para escribir es entregarse en cuerpo y alma, hasta consumirse.
Por eso, gracias. Solo puedo decir gracias.