BERLÍN – La victoria de Joe Biden en la elección presidencial estadounidense generó una oleada de alivio por toda Europa, donde muchos creían que un segundo período de Donald Trump hubiera amenazado la propia supervivencia de la Unión Europea. Biden ofrece al menos la posibilidad de recuperar una relación transatlántica más tradicional. Muchos suponen que Estados Unidos volverá a liderar el orden liberal internacional, con el apoyo de los europeos a través de la diplomacia y el «poder suave»: Batman y Robin han regresado.
Pero esta visión es un espejismo, mucho antes de Trump y su doctrina de «América primero», una serie de crisis —la debacle de la guerra de Irak, la Gran Recesión y la COVID-19— minaron la voluntad de EE. UU. de continuar desempeñando el papel de policía del mundo. Y durante los últimos cuatro años otras potencias —China, Rusia, Turquía, Irán, Arabia Saudita, Israel, los Emiratos Árabes Unidos y muchas otras— fueron llenando el vacío que dejó la introspección estadounidense. Gran parte de la arquitectura de gobernanza mundial fue secuestrada por China y otras potencias, y ahora se hunde bajo el peso de la competencia entre las grandes potencias.
A pesar de estas cuestiones geopolíticas, algunos atlanticistas europeos titubearon a la hora de buscar una mayor autodeterminación por temor a ofender a EE. UU., mientras que otros secretamente deseaban la victoria de Trump porque creían que finalmente sacudiría a Europa (especialmente a Alemania) para sacarla de su complacencia. Los de esta segunda ala pensaban que Europa había avanzado más en pos de garantizar su propia soberanía durante los últimos cuatro años que durante las presidencias de Barack Obama, George W. Bush y Bill Clinton juntas.
En este sentido, Trump —exponente de todo aquello a lo que se oponen los europeos— puede haber servido como padre accidental de la soberanía europea. Los políticos que estaban más a favor de una alianza transatlántica fuerte terminaron tolerando, paradójicamente, resultados que bien podían destruirla.
Preocupado por mantener su supremacía estratégica mundial, Estados Unidos alguna vez se mostró ambivalente respecto de la defensa y autonomía estratégica europeas; pero con el desplazamiento del poder hacia Oriente, los gobiernos estadounidenses subsiguientes estuvieron dispuestos a dedicar toda la atención, dinero y poder militar posibles a la región Indo-Pacífico. Si algo no quiere Estados Unidos es verse arrastrado a más «guerras interminables» en Medio Oriente o conflagraciones políticas en Europa Oriental y los Balcanes.
En esa línea, actualmente los planificadores estratégicos estadounidenses no se oponen a una Europa más fuerte e independiente, sino a una que distraiga los escasos recursos estadounidenses de la rivalidad con China. EE. UU. busca un socio, no un grupo de niños necesitados que no asumen la responsabilidad de su propio bienestar. El gobierno de Biden querrá trabajar con una Europa que ofrezca soluciones en vez de más problemas.
Los atlanticistas con visión de largo plazo se dan cuenta de que ahora la tarea crítica no es recuperar la relación transatlántica, sino transformarla. Una UE que consiga la autonomía estratégica no siempre estará de acuerdo con EE. UU. en temas como la privacidad de los datos, la política energética o incluso el comercio mundial; pero manejaría esas diferencias de manera pragmática y siempre codo a codo con Estados Unidos en las cuestiones de importancia basadas en valores. En vez de esperar señales del próximo presidente estadounidense, los europeos ya debieran saber qué pretende EE. UU. y estar preparados para llegar a un acuerdo.
En cuanto a China y las cuestiones relacionadas con el 5G, por ejemplo, no hace falta que los europeos esperen instrucciones de EE. UU., ya debieran estar preparando el terreno para algún tipo de Asociación Transpacífico-Transatlántica integral. Hacen falta nuevos acuerdos para sortear la resistencia de los chinos a reformar sustancialmente la arquitectura comercial internacional y presionarlos para que pongan freno a las prácticas que distorsionan los mercados.
De igual forma, en lo que respecta a Rusia, los europeos ya debieran estar diseñando una nueva Asociación Oriental para brindar asistencia europea y estadounidense de seguridad en los frentes de lucha. En cuanto al cambio climático, los europeos deben actuar rápidamente para desarrollar un mecanismo de ajuste fronterizo de las emisiones de dióxido de carbono EE. UU.-UE y para invertir más rápidamente en una alianza ambiental que impulse la competitividad económica; y en cuanto a Irán, los europeos pueden prever nuevas negociaciones para un acuerdo nuclear renovado, orientado a reducir las tensiones en la región.
Desde la perspectiva estadounidense, la mayor amenaza al atlanticismo no es la soberanía europea, sino la dependencia europea. Trump pasó los últimos cuatro años moviendo los hilos de las divisiones internas europeas, si Biden quiere reinventar el liderazgo estadounidense para el siglo XXI, tendrá que empujar a Europa hacia la independencia.
Biden prometió a los estadounidenses que buscará la unidad y pondrá fin a una «sombría era de demonización». Podría hacer lo mismo por Europa —sin costo alguno para los contribuyentes estadounidenses— presionando a los países que socavan la unidad europea desde adentro (es decir, Polonia y Hungría). Desde el primer momento Biden debiera dejar en claro a los gobiernos de esos países que el camino a la Casa Blanca pasa por Bruselas. Eso ya lo convertiría un mejor defensor de la soberanía europea que Trump y representaría un gran paso hacia la implementación de una nueva gran estrategia estadounidense.
Existe una fuerte semejanza entre este enfoque y los debates sobre la COVID-19: la prioridad pospandemia no es «reconstruir» la situación previa, sino aprovechar la crisis como oportunidad para corregir aquello que ya sabíamos que no funcionaba.
Traducción al español por Ant-Translation
Mark Leonard es director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.
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