Por Benjamín Cuéllar
El “Plan pacífico de la independencia de la Capitanía General del Reyno de Guatemala” fue firmado en agosto de 1821. En su primer artículo nombraron jefe de dicha “empresa” a Gabino Gaínza; en el segundo establecieron que este debería “convocar una Junta Generalísima de los vecinos (a pretexto de prevenir el desorden en caso de decidirse el pueblo a la independencia)”. Días después, el 15 de septiembre, suscribieron el Acta de independencia de Centroamérica cuyo primer acuerdo era el siguiente: “Que siendo la Independencia del Gobierno Español la voluntad general del pueblo de Guatemala, […] el señor jefe político, la mande publicar para prevenir las consecuencias que serían terribles, en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. El temor a la insubordinación popular, queda claro, fue el promotor de esos textos y de lo que ocurrió. Pero la rebeldía continuó.
Así, a inicios de 1833, Anastasio Aquino se insubordinó contra el poder de los criollos. El levantamiento indígena dirigido por el autoproclamado “rey de los nonualcos” no fue el único a lo largo de ese siglo, pero sí quizás el más conocido. Casi cien años después, en enero de 1932, se produjo una sublevación también indígena ‒también campesina‒ principalmente en el occidente del país. Esta fue masacrada con un saldo de decenas de miles de asesinatos; también fueron desaparecidas muchas víctimas. Entre sus principales líderes, José Feliciano Ama fue linchado y su cadáver colgado del cuello en un árbol; Aquino fue ejecutado y luego decapitado, permaneciendo su cabeza un buen tiempo en una jaula. En ambos casos, lo hicieron para que la población con ánimos insurreccionales “pensara bien” las cosas antes de pasar a la acción.
Con la matanza mencionada se inauguró la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez, que la rebeldía del pueblo logró derrumbar tras las jornadas de 1944. Del 2 al 4 de abril se produjo una asonada militar derrotada por las fuerzas leales al déspota; posteriormente comenzó, el 26, una huelga parcial impulsada por estudiantes universitarios; esta evolucionó hasta convertirse en una “huelga de brazos caídos” el 2 de mayo. Siete días después, por la noche, Hernández Martínez leyó su renuncia por radio.
Pero los Gobiernos militares autoritarios continuaron. El general Andrés Ignacio Menéndez ocupó la primera magistratura de forma provisional igual que su sucesor, el coronel Osmín Aguirre y Salinas. Siguió el general Salvador Castaneda Castro, derrocado y sustituido por un Consejo de Gobierno Revolucionario; uno de sus miembros fue elegido mandatario: el teniente coronel Óscar Osorio, a quien relevó otro teniente coronel ‒José María Lemus‒ depuesto en octubre de 1960; un mes antes la Policía Nacional irrumpió en la Universidad de El Salvador, reprimiendo a la comunidad estudiantil y sus autoridades.
Se instaló entonces una Junta de Gobierno integrada por civiles y militares, destituida por un Directorio Cívico Militar que entregó provisionalmente las riendas del Ejecutivo a un civil ‒Eusebio Rodolfo Cordón‒ para que luego asumiera el coronel Julio Adalberto Rivera; su sucesor fue el general Fidel Sánchez Hernández, “héroe” de la guerra con Honduras. A estas alturas, la oposición al régimen ya rebalsaba; por eso surgió una alternativa distinta al militarismo: la Unión Nacional Opositora, triunfante en las elecciones de febrero de 1972. Pero, en otra de sus “hazañas”, con un monumental fraude electoral Sánchez Hernández impuso su “delfín”: el coronel Arturo Armando Molina. Cinco años después, Molina repitió la maquinación de su predecesor; así, con otras elecciones adulteradas instaló en Casa Presidencial al general Carlos Humberto Romero.
Romero fue derrocado por la llamada “juventud militar” el 15 de octubre de 1979, pero las fuerzas oscuras dentro de la milicia y sus patrocinadores de fuera inmediatamente frustraron la posibilidad de materializar las transformaciones que aquella intentó ejecutar. Una de sus propuestas era realizar “elecciones verdaderamente libres dentro de un plazo razonable”. Pero para mucha gente, esa opción estaba descartada y en el horizonte se perfilaba la profundización de la lucha armada insurgente. Así llegamos a la guerra y los acuerdos para finalizarla; también a una posguerra que hasta ahora no ha beneficiado a las mayorías populares.
Si nos toca rebelarnos de nuevo, de todo lo anterior aprendamos al menos sus lecciones principales: el militarismo no debe regresar y los “ungidos” no deben ser vistos como “la solución”. Esta se encuentra en la imaginación y la acción popular organizada y creativa. Eso, si queremos adecentar nuestra sociedad. Si no, dejemos que las cosas sigan como van; así, solo podrán empeorar.