De pura casualidad, este martes 20 de marzo llegué a la Ciudad de México donde se firmaron ‒en 1991 y 1992‒ el par de acuerdos en los que el Gobierno y la guerrilla de entonces diseñaron la Comisión de la Verdad para El Salvador. Exactamente coincide la fecha con las dos décadas y media de aprobada la Ley de amnistía general para la consolidación de la paz, ofensivo eufemismo para nombrar el premio a los victimarios y el castigo para sus víctimas, cinco días después de la presentación pública del informe de dicha entidad cuyo esfuerzo “lo echaron en saco roto” las “aplanadoras electoreras” a las que hoy parece ‒tras los comicios del 4 de marzo‒ se les empieza a acabar el combustible, además de “aguadarse” sus “votos duros” y otras cuestiones.
Participaré, a partir de mañana miércoles 21, en el foro “Impunidad de ayer y hoy: Experiencias del sur global sobre justicia, verdad y memoria frente a crímenes de Estado”; intervendré el jueves 22, en la mesa sobre experiencias relacionadas con el derecho a la verdad. Eso hace mayor la casualidad.
No me ceñirme exclusivamente al Estado por las atrocidades cometidas durante la preguerra y la guerra pues ‒a diferencia de la Argentina de Sábato y su prólogo en el informe “Nunca más” publicado en 1984‒ en El Salvador de las décadas de 1970 y 1980 sí hubo “dos demonios” que enarbolando su propia bandera ‒”salvarlo del comunismo internacional” y “lograr el triunfo de la revolución socialista”‒ igualaron esta tierra con el “reino de las tinieblas”.
“Las distorsiones del ánimo producidas por el conflicto llevaban al paroxismo”. Eso dijo en su informe la Comisión de la Verdad con razón. “Así, a priori ‒continuó‒ se identificaba como enemiga a la población civil que vivía en las zonas disputadas o controladas por la guerrilla […] También se presentaban actitudes similares en el campo contrario […]”.
Ello se dio en un territorio de poco más de 21,000 km² habitado por alrededor de cuatro millones y medio de personas, donde en 1980 ejecutaron arbitrariamente 11,903 entre su población civil no combatiente; en 1981, la cifra se elevó a 16,266. En total: 28,169 víctimas. Comparar con otros países lo ocurrido en El Salvador de ese tamaño y con esa cantidad de gente, resulta ilustrativo. Solo en el México de entonces, proporcionalmente hubiesen sido casi 415,000 durante el bienio.
La Comisión debía investigar graves hechos de violencia ocurridos en 1980 y 1981, cuyo impacto social reclamaba urgentemente conocer la verdad. Además, debía “esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad” de oficiales castrenses, especialmente cuando estuviere “comprometido el respeto a los derechos humanos”. Ese tipo de hechos, “independientemente del sector al que pertenecieren sus autores”, requerían de “la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia” para aplicar a sus “responsables las sanciones contempladas por la ley”.
Eso se acordó. Pero como tenían “la cola pateada” ‒sin importar tamaños‒ las partes no dejaron que se hiciera. Ambos “demonios” tienen responsabilidades. La mayoría de las víctimas se contabilizó entre los sectores más empobrecidos y se atribuyen a las fuerzas gubernamentales. Las insurgentes ejercieron violencia contra integrantes de los poderes político, económico y social; pero también asesinaron, desaparecieron, torturaron y masacraron a gente del pueblo ‒campesina, obrera y demás‒ considerada “enemiga”.
Las víctimas de la guerrilla fueron menos que las del Estado; pero no me entra en la cabeza que una madre que busca a su hija o hijo que le desapareció la guerrilla de manera forzada, acepte tal argumento para exculpar a los criminales. No, por favor. El quid del asunto no es la cantidad sino la calidad. Un bando estaba alzado en armas y actuaba al margen de la ley; el otro era el de la institucionalidad estatal encargada de garantizar el respeto de los derechos humanos.
Pero, más allá de cuánto y cómo haya ocurrido, ambos se enseñaron con la dignidad de la población; asimismo, ambos se mantuvieron impunes bajo la “colcha” de la amnistía durante veintitrés años. ARENA la defendió desde la presidencia de Alfredo Cristiani hasta la de Antonio Saca; el FMLN no la tocó desde la de Mauricio Funes hasta la actual. Pero se acabó. Hoy, con su febril mirada, las familias sufrientes por lo ocurrido hace tanto continúan buscando y nombrando a sus víctimas; lo hacen evocando su dulce recuerdo llorado una y otra vez, pero esperanzadas pues esos veinticinco años ya no son nada. Los “dos demonios” ya no pueden cubrirse con esa sucia “cobija”.