“No ordenar la matanza o no saber previamente de la misma, no lo exime de culpa”. Eso afirmé antes sobre la responsabilidad de Alfredo Cristiani en cuanto a las aberrantes ejecuciones ocurridas en la madrugada del 16 de noviembre de 1989, dentro de la universidad jesuita salvadoreña. Y lo sostengo. Durante la noche anterior, pese a que nunca se ha investigado realmente en el país, se sabe que el general René Emilio Ponce ordenó ejecutar a la máxima autoridad de la dicha entidad sin dejar testigos.
No fueron pocas las personas que terminaron “cumpliendo” dicha “misión” y su complemento: el encubrimiento de los responsables materiales; es decir, de los prescindibles pues podía haber sido esa o cualquier otra tropa la que consumara los hechos. Pero, sobre todo, de los imprescindibles: quienes decidieron, ordenaron e intentaron ocultar la masacre.
Para ello, inicialmente utilizaron un fusil de fabricación soviética ‒un AK-47‒ como los utilizados por la guerrilla. Bueno, esta ocupaba cualquier arma donada por sus aliados externos, comprada en el “mercado negro” o requisada al “enemigo”. Pero el ejército gubernamental no portaba ese tipo de fusil de asalto en el campo de batalla; su arma era el M-16 estadounidense. Así, la soldadesca que penetró en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) acribilló esa madrugada a Ignacio Ellacuría y a otros cinco jesuitas. Los tendieron en el jardín de la residencia que habitaban y ahí los ultimaron.
Como no debía quedar nadie para contar lo ocurrido, hubo que hacer un alto en la retirada cuando se oyeron gemidos provenientes del cuarto donde se encontraban una o dos moribundas. Madre e hija ‒Julia Elba y Celina Ramos‒ tendidas en el piso sobre su propia sangre mezclada y en un último abrazo filial, fueron rematadas. Antonio Ramiro ívalos, subsargento del “carnicero” y temido batallón “Atlacatl”, detalló cómo disparó a dos de los sacerdotes jesuitas asesinados y cómo dio la orden de terminar de matar a ambas mujeres.
Los mismos autores materiales fingieron, además, un enfrentamiento y colgaron un burdo rótulo escrito por el subtenientes Gonzalo Guevara Cerritos pero “firmado” por una guerrilla que se “autoinculpaba” de esa forma. Luego, se retiró la pandilla asesina del “Atlacatl”.
Todo ello no fue suficiente. Había que hacer más pues los dedos acusadores dentro y fuera del país apuntaban a la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) y a un Gobierno que, al menos formalmente, la regenteaba; realmente, la solapaba para que siguiera cometiendo atrocidades en defensa de poderosos intereses. En aras de ocultar la responsabilidad de los coroneles y generales que tomaron la fatal decisión, de inmediato se organizó una delegación de alto nivel encargada de algo sumamente difícil: difundir la “historia oficial” fuera de las fronteras patrias y convencer al mundo de que la responsabilidad era de la insurgencia.
Un periódico vespertino publicó el 8 de mayo de 1990 parte del documento que, en ese afán, se distribuyó durante dicho viaje. “La atribución de tal hecho (los crímenes) al gobierno o al ejército salvadoreño ‒se afirmaba en el mismo‒ carece de todo fundamento moral y jurídico y no debe tomarse más que como una estrategia de los grupos terroristas tendiente a desestabilizar la democracia de la Nación. Debemos tomar en cuenta asimismo que el beneficiario inmediato de este crimen es el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) que lo utiliza internacionalmente en su favor”. Tampoco se pudo engañar, así, a quienes tenían claro adónde se tomó la decisión.
Hubo pues que “sacarse de la manga” presidencial una Comisión Especial de Honor para entregar nueve militares a la “justicia” nacional: un coronel, dos tenientes, un subteniente, dos subsargentos, un cabo y dos soldados. Nadie más era responsable; únicamente estos “chivos expiatorios”. Quisieron que dentro y fuera del país se aceptara esa versión y se puso a “trabajar” una cuestionada Comisión Investigadora de Hechos Delictivos, para montar un fraudulento juicio que no engañó a nadie entre quienes siempre supieron del talante criminal del alto mando castrense.
Y Cristiani, ¿no tuvo nada que ver con ese descomunal aunque torpe esfuerzo por proteger a sus “subordinados”? El artículo 308 del Código Penal establece que se sancionará “con prisión de seis meses a tres años” a quien, “con conocimiento de haberse perpetrado un delito y sin concierto previo”, ayude “a eludir las investigaciones de la autoridad o a sustraerse a la acción de ésta”. ¿Por qué entonces hoy piden no investigarlo ni procesarlo? ¿Será que desgraciadamente acá la “serpiente”, como siempre, solo sigue picando al descalzo?