Por Gabriel Otero.
El inicio de año del calendario gregoriano, es la estación favorita para los deseos de cambio y renovación, buena parte de la población del mundo occidental la considera una oportunidad de transformarse y abandonar lo gris de sus vidas y soterrar las frustraciones en el pasado.
Y para nadie es ajeno, en los primeros días de enero, el saludar de abrazo a sus conocidos y externarles lo mejor del porvenir, algunos, presa de supersticiones, han hecho ritos de la suerte para obtener dinero y amor y viajes, como si el destino propio fuese un juego de dados y no se construyera con confianza, perseverancia y disciplina, y siempre prever las variables externas, en otras palabras, retomar en lo práctico el yo soy yo y mis circunstancias de Ortega y Gasset.
Hay que agradecer lo mucho o poco que nos da la vida, la luz del sol no es para romantizarla, pero cómo nos hace falta, igual los rayos de luna que nos bañan en noches oscuras, la poesía en las nubes con sus formas caprichosas y el agua, la sempiterna, como origen de la existencia.
Con relación a los demás, un propósito fundamental debería ser obligarnos a entender que todos nos necesitamos, a pesar de la vedada intolerancia, o los cuestionamientos hechos hacia el comportamiento y las creencias del otro o de los otros.
La otredad no es un reflejo nuestro porque consideramos ser la perfección, individuos infinitos esculpidos por cinceles divinos. Y los otros, decimos, solo forman parte de cardúmenes humanos y, según nuestra visión, miope y egoísta, los descalificamos por lo que hagan o dejen de hacer porque solo nacen, se reproducen y mueren, el uróboro característico de la gente común de la que creemos no formar parte por ser especiales.
Ese afán de opinar sobre cualquier cosa, juzgar y condenar a los demás y de obviar los principios mínimos de convivencia nos transforman en ogros y ogresas, sentados en el centro de un laberinto personal, sin reflexionar, que nuestras palabras nos sepultarán en la fosa común de la irrelevancia y el olvido.
La realidad es que cada uno tiene la lista de sus prioridades y propósitos, pero hay que cultivar la solidaridad y la empatía colectivas, solo así podremos trascender más allá de lo personal y las forzadas anualidades.
Nuestros proyectos y propósitos no están para ceñirse a 365 días, esos inician y acaban con sus procesos de maduración y concreción y tardan lo que se deben tardar.