Entre la gente abandona el país, existe una buena cantidad que no lo hace por opción ni en el libre ejercicio de su derecho a emigrar contemplado en el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y en el 22 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Son miles y miles de personas que se ven forzadas a huir del territorio nacional y sus circunstancias, las cuales pueden resumirse así: de quedarse acá no tendrían más remedio que resignarse a seguir aguantando hambre, quizás más que antes por los efectos sociales y económicos de la pandemia; o persignarse para que su sangre no sea esparcida en su terruño o para que alguien de su familia no termine siendo otra víctima desaparecida. Por eso huyen quienes habitan El Salvador profundo, allá adentro… adonde conviven entre los cantos de sirena y la desesperanza.
Pero esa población que se aventura a salir del país porque acá no encuentra oportunidades para vivir con dignidad ni para sobrevivir con seguridad, no es la única que busca fuera de nuestras fronteras lo que no encuentra dentro de las mismas. Está también la que no tiene más remedio que demandar en otros sitios la justicia que su Estado le niega; la que después de intentar e intentar una y otra vez hacer funcionar las instituciones se topan, una y otra vez, con el muro de la impunidad erigido sobre su principal cimiento: la decisión política de los responsables imprescindibles de las atrocidades ocurridas antes de la guerra y durante la misma ‒aquellos que las ordenaron, financiaron y encubrieron‒ para no atacarse entre sí, más allá de la barata retórica parlamentaria.
Los planos de ese paredón reforzado con otras varias complicidades, los tenían preparados; solo había que esperar el momento para levantarlo que se dio el 15 de marzo de 1993, cuando la Comisión de la Verdad presentó públicamente su informe final. Cinco días después, la Asamblea Legislativa aprobó la mal llamada Ley de amnistía general para la consolidación de la paz. Esta fue la segunda pieza clave para el sostenimiento de semejante barrera, levantada para castigar aún más a las víctimas y favorecer a sus victimarios.
El 13 de julio del 2016, con la sentencia de la Sala de lo Constitucional, logramos expulsar del cuerpo normativo nacional esa fraudulenta disposición. Hubo quienes pensaron, cándidamente quizás, que entonces se derrumbaría el parapeto tras del cual se escondían cobardes criminales; hubo quienes anunciaron, perversamente seguro, que iniciaría una “cacería de brujas”. Ni lo primero ni lo segundo ocurrió porque, más allá de la legislación inconstitucional superada, el principal sostén de aquel pérfido muro era y ha sido la decisión política ya mencionada: el acuerdo entre los “guerreros” de no inmolarse en su “paz” ni traicionar a sus financistas y encubridores.
Durante largos 25 años, de 1994 al 2019, campaña tras campaña electorera Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y el Frente Farabundo para la Liberación Nacional (FMLN) se acusaban entre sí ‒con razón‒ de haber cometido barbaridades durante las décadas de 1970 y 1980; con el paso del tiempo, lo siguieron haciendo cada vez más con menos enjundia hasta que terminaron arrinconados contra la pared de la historia, en las condiciones penosas en las que ahora se encuentran. ¿Quién los colocó en tal situación? ¿El “adalid” de la lucha contra “los mismos de siempre”? No, para nada. Fueron las dirigencias de esos partidos las que poco a poco fueron cavando sus propias tumbas, que ahora los esperan para cuando les llegue su hora.
Entonces, ¿será que hoy las cosas ya cambiaron para las víctimas de lo que antes de 1992 ambas fuerzas cometieron en su perjuicio? ¿Será que hoy Nayib Bukele le cumplirá a quienes reclaman verdad, justicia y reparación integral? ¿Abrirá las puertas de los cuarteles y entregará en serio los “archivos del terror” que en estos se encuentren? ¿Investigará hasta dar con su paradero y, en caso de haber sido destruidos algunos de estos, hará lo posible por ubicar a sus responsables y lograr que paguen por sus actos? ¿Promoverá la creación de espacios comunitarios para sanar heridas en los cuales las víctimas enfrenten a sus victimarios y estos les cuenten lo que pasó, por qué pasó y quienes ordenaron que pasara? ¿Ayudará a reconstruir la memoria histórica de este sufrido pueblo?
Finalmente, dos interrogantes. ¿Contribuirá decididamente a garantizar que no se repita nunca más lo ocurrido durante el siglo pasado, comenzando por dejar de mantener esa falsa y peligrosa narrativa de “o estás conmigo o estás contra mí”? Y la más acuciante: ¿Usará la iniciativa de ley que como mandatario le corresponde para que en la nueva Asamblea Legislativa su bancada, totalmente mayoritaria, cumpla lo que le corresponde de lo ordenado por la Sala de lo Constitucional en favor de las víctimas?
De no ser así, Salvador Armando Durán deberá buscar en el exterior la justicia que le acaban de negar tras haber denunciado ‒hace más de cinco años‒ a los integrantes de la desaparecida comandancia general del FMLN. Sobre ese caso hay mucha tela que cortar y, tengan la seguridad, la cortaremos.