Con este título publiqué, a principio de la década 1990, una columna periodística, intentando motivar a la reflexión/unidad de los salvadoreños, precisamente cuando entonces -como ahora- el país vivía la incertidumbre de una crisis socio-político-militar de grandes alcances, ante el posible sí o no de los Acuerdos de Paz.
En El Salvador ya no son novedad los eventos que han afectado seriamente su realidad social, económica, política y cultural. Desde lejanas décadas, los terremotos, los golpes de Estado, el conflicto bélico con Honduras (1969), y, como desgastante e inhumano suceso, la guerra civil que destrozó conciencias y quebrantó esperanzas, desde la década 1970 hasta enero de 1992.
Una espontánea unidad ciudadana se daba entonces -hasta con muestras de solidaridad fraterna- pero que resultaba solo para mientras duraban los eventos; pues, lamentablemente, siempre tocaba a la sociedad salvadoreña volver a enfrentar la inevitable y destructiva polarización. Y en ella vivimos…
Hoy, la sorpresiva aparición del letal COVID-19, como pandemia mundial, ya no es simple amenaza: es destrucción mortal. Destrucción creciente de vidas, con avance fatal hacia todos los países del mundo. Y ahí están: gobernantes patriotas, organizaciones mundiales de la salud, científicos y profesionales de esta área; en fin, todo los sectores humanistas y conscientes del mundo, entregando -sin discriminación alguna- su esfuerzo y voluntad, para contribuir a logar, por lo menos, un alto significativo de la feroz pandemia.
Y en El Salvador, esa voluntad y esfuerzo -con lamentables excepciones del anti patria- son una realidad, que será apreciada y agradecida por las actuales y futuras generaciones. Y solo toca seguir adelante, sin retroceder…
O nos unimos o nos hundimos. Por ahora -aunque sea solo por ahora- el llamado a la unidad es imperativo insoslayable. Claro, un imperativo voluntario, sin obligación de cumplirlo, tampoco con reclamo o reproche a quien no lo haga. Es la voluntad ciudadana que, con todo derecho, habrá de asumir cada quien; pero, asumir las consecuencias, también…
El Salvador es -debe ser- un país libre. Un estado de derecho que supone libertades: de expresión, de credo político y religioso, de asociación y otras más… todas tendientes, desde luego, a promover la dignidad y el bienestar de la población. Cada ciudadano hace por su patria y por su pueblo lo que cree conveniente; incluso su indiferencia -haciendo caso omiso de los principios de fraternidad solidaria- bien por sentimiento propio o por obediencia a líneas de carácter político.
Y particularmente, en esta lucha contra el COVID-19, no pasan desapercibidas esas acciones totalmente negativas, contra el popular afán de luchar decididamente contra el mal. No se necesita gran intelecto para distinguir cuando son respetables las opiniones/acciones adversas; y cuando también, por el contrario, responden a frustración, desesperación o inútil revanchismo de sectores políticos; y, peor aún, cuando responden a una conciencia antipopular, con mucho de mala política y nada de patriotismo. “Ganas de joder…”, me dijo un entrevistado
Y claro, en el caso del COVID-19, si bien nada detiene el afán popular de lucha, esas acciones hacen crecer la indignación silenciosa de la población, que -respetuosa de la solidaridad y del bienestar de todos- lamenta que la búsqueda del bien común, encuentre obstáculos que no contribuyen a frenar el mal, como lo demandan la dignidad e inteligencia de los salvadoreños.
Nadie está obligado a hacer más de lo que quiere y puede. Y en el combate universal contra el virus mortal, afortunadamente -para bien de la población entera del mundo- son evidentes la voluntad y el esfuerzo en todos los niveles de todos los países, aunque -así como en todas partes se cuecen habas- no faltarán inconvenientes económicos, de especialistas, medicinas, infraestructura y otros, pero que se irán superando, como se irán superando también las voces y acciones negativas -como la mezquindad de algunos políticos- que siempre existen y existirán a nivel mundial.