Por Benjamín Cuéllar
Hace más de nueve lustros, el 2 de febrero de 1976, agentes de la extinta Policía Nacional capturaron a María Luisa Pichinte; esta estudiante de diecinueve años de edad, originaria de Atiquizaya allá en Ahuachapán, nunca regresó al seno de su hogar. En otro 2 de febrero, pero de 1980, a otro adolescente de apenas trece abriles le pasó lo mismo tras ser detenido por fuerzas represivas combinadas en pleno centro capitalino. Durante ese mismo mes, cuando la gente intercambiaba felicitaciones por el llamado “día del amor y la amistad” en medio de la desdicha de tantas familias habitando un país donde el terror imperaba, castigaron igualmente a la parentela de Francisco Molina; este joven jornalero de diecisiete años ya no apareció luego de ser arrestado por miembros de las temidas y también desaparecidas Policía de Hacienda y Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), en el cantón Florida del municipio de Aguilares.
Estos casos son parte del listado elaborado y publicado por el Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador, durante la primera mitad de la década de 1980. Dicho registro está dividido en dos períodos. El primero inicia en 1966 y finaliza el 15 de octubre de 1979; en total, en este se incluyeron 208 casos. El otro arranca en dicha fecha y concluye el 31 de julio de 1981, sumando 690 casos en menos de dos años. Esas cifras corresponden a las denuncias recibidas y corroboradas por este organismo; no representan, pues, la totalidad de dichos crímenes contra la humanidad perpetrados entonces por agentes estatales –principalmente– y organizaciones guerrilleras de la época.
Los reseñados ahora al inicio de este texto, forman parte de nuestra cruel y dolorosa historia nacional. Pero las primeras desapariciones forzadas de personas acaecidas en este país –al menos de las que yo tengo conocimiento– tuvieron lugar hace noventa años en Nahuizalco, departamento de Sonsonate. A la Sala de lo Constitucional acudieron hace poco seis ciudadanos para solicitar la exhibición personal a favor del bisabuelo, el abuelo y el tío de uno de ellos. No lo hicieron antes, simplemente por temor.
Esos hechos ocurrieron en enero de 1932 –durante la matanza ordenada por el dictador Maximiliano Hernández Martínez– cuando las víctimas directas tenían 65, 48 y 45 años, respectivamente. Amarrados de manos se los llevaron para nunca más volver. No fueron los únicos capturados en esa coyuntura sangrienta por integrantes del ejército nacional. Uno de ellos, el sexagenario, fue electo alcalde de dicho municipio pero no alcanzó a sentarse en la silla edilicia.
Ante la imposibilidad de ubicar con vida a estos tres señores, por la edad que tenían cuando fueron apresados, la citada Sala ordenó a inicios del 2019 registrar la petición recibida como una demanda de amparo: lo hizo por “supuestas violaciones” a “la protección jurisdiccional en sus manifestaciones del derecho a la verdad y a las medidas de no repetición de violaciones de derechos”, al derecho “a la integridad personal” y –“eventualmente”– “al derecho a la identidad cultural del pueblo indígena al que pertenecieron las víctimas”.
Quién sabe si estas desapariciones forzadas efectuadas nueve décadas atrás en nuestro país, hayan sido las primeras; pero son parte de nuestro terrible pasado y su realización continúa siendo una práctica vigente. En su mayoría, la responsabilidad actual de las mismas recae en grupos delincuenciales conocidos como maras que –lo acepten o no las autoridades de seguridad– han controlado y controlan buena parte del territorio nacional. Pero también existe culpa atribuible a agentes estatales y se corre el riesgo de que más adelante, en la medida que no sean investigados y sancionados sus autores, se repita la “noche y niebla” salvadoreña. Así llamaron a las “Directivas para la persecución de las infracciones cometidas contra el Reich o las fuerzas de ocupación en los territorios ocupados”, aprobadas mediante decreto del 7 de diciembre de 1941 en la Alemania nazi.
El efecto disuasivo de tales medidas”, declaró Adolfo Hitler, “radica en que […] permite la desaparición de los acusados sin dejar rastro y […] ninguna información puede ser difundida acerca de su paradero o destino”. “Una intimidación efectiva y duradera –continuó– solo se logra por penas de muerte o por medidas que mantengan a los familiares y a la población en la incertidumbre sobre la suerte del reo”; por ello “la entrega del cuerpo para su entierro en su lugar de origen no es aconsejable, porque el lugar del entierro podrá ser utilizado para manifestaciones”. Y remató así: “A través de la diseminación de tal terror, toda disposición de resistencia entre el pueblo será eliminada”. Lo mismo pasó acá y ojo, insisto, puede volver a pasar.