Después del asesinato de Monseñor Romero, el 24 de marzo de 1980, cualquier atentado era posible. En el marco del conflicto 1980-1992, quien pensara distinto al gobierno era candidato a persecución y, consecuentemente, a captura, prisión, destierro y hasta a la muerte Por eso, no me causó sorpresa convertirme en víctima de un conjunto de fatales amenazas.
Todo comenzó el 14 de octubre de 1980. Una llamada telefónica a mi casa y luego la amenaza, crearon inquietud en la familia.
A partir de ahí, la persecución. Tuve que abandonar parcialmente mi hogar, instalándome algunas veces en casa de parientes y en otras, donde me fuera posible pasar la noche, con menor riesgo. Mi vida se volvió un tanto clandestina. Sin ser yo militante o parte activa del conflicto, como periodista me vi en situaciones de verdadera clandestinidad.
El hostigamiento, con visos mortales para mí, siguió: más llamadas, vigilancia cada vez más ostensible. Desde hacía algunos días vivía como ausente, de un lugar a otro. Un día, al anochecer, los sicarios llegaron a mi casa. Llegaron, preguntaron, amenazaron y se fueron.
- Díganle que volveremos…
Sintiéndome amenazado y sin alternativa, opté por el exilio.
Y hacia Panamá partimos el 21 de noviembre, mi esposa Leticia y yo. Ella aceptó dejarlo todo, hasta nuestros hijos, para acompañarme en los inicios del exilio. Al medio día aterrizamos en el Aeropuerto Tocumen, de Panamá. Cubiertos los requisitos migratorios, ya en la ciudad nos instalarnos en un discreto hotel, cerca del Parque Porras. Nuestra prioridad sería buscar empleo para sobrevivir, pues con cálculos conservadores, el dinero apenas cubriría los gastos de un mes. ACNUR nos dio el status de refugiados y una mínima ayuda económica, para medio sobrevivir.
En el Sindicato de Periodistas de Panamá, su secretaria general, Norma Núñez, me expresó su solidaridad, pero también la imposibilidad de un trabajo, por mi condición de extranjero. Yo seguía en la búsqueda de algún trabajo, de lo que fuera. Así se lo decía a Carlos González de la Lastra, director del diario “La Prensa” y gran amigo; y a Bocho Pinzón de “Radio Uno Soberana”. Carlos me permitió escribir aún sin el permiso oficial, pero nada de menciones políticas sobre nuestros países. Bocho era un empresario radial que había vivido exiliado en El Salvador. Me ofreció apoyo, pero nada fue posible.
El trámite para obtener permiso de trabajo era lento. Quería romper el círculo vicioso que impide trabajar a todo inmigrante. Si solicita trabajo, debe mostrar el permiso. Pero, como no se tiene no hay oferta de trabajo y, a la inversa, no puede solicitar el permiso si no muestra oferta de trabajo. Más que círculo vicioso, círculo inhumano.
Una mañana, un anuncio en el periódico de la Editora Renovación Sociedad Anónima (ERSA), donde se editaban tres periódicos gobiernistas: “La Estrella”, “Crítica” y “La República”, solicitaba un corrector de pruebas. Me presenté, superé la entrevista, fui aceptado. Pero no. Minutos después de instalado, el gerente rectificó y, de nuevo, me vi desempleado, por mi condición de periodista exiliado y provenir de un país en guerra.
La vida en Panamá se volvía cada vez más difícil. A pesar del gran apoyo fraterno y la bondad desbordada de algunos panameños, la condición de exiliados nos imponía una serie de privaciones para la sobrevivencia, más precaria cada día. Con verdadero estoicismo, ambos sin protestar aceptábamos las privaciones; sobre todo Leticia, que sufría el destierro por solidaridad conmigo.
Nos turnábamos para comer algo sólido y muy escaso, un día si y un día no; el resto de tiempos de comida eran casi líquidos por baratos, especialmente un platillo de sopa de res para los dos en el almuerzo, que sabor a res era lo que menos tenía. El pedacito de elote que navegaba en agua simple, lo comíamos un día ella y otro día yo. Era el banquete más sabroso, cuando nos era posible obtenerlo por escasos céntimos.
Mi exilio en Panamá terminaría antes de que debiera, en 1981. Migración ordenó: o de inmediato salíamos de Panamá o, de lo contrario, la expulsión hacia Colombia o Costa Rica sería inminente, a más tardar ocho días después de la notificación.
Decidimos la inmediata salida de Panamá. Esa misma noche me despedí del colectivo multipartidario de compatriotas exiliados; distintas ideologías tal vez, pero solidarios en el destierro y leales a la causa y a los objetivos.
En cuanto nos fue posible, emprendimos el vuelo hacia San Salvador. Desde lo alto veíamos la ciudad de Panamá, diluyéndose en la distancia, mientras los amargos -y los buenos- recuerdos de los días del exilio, iban quedando atrás. En El Salvador, el riesgo seguiría, porque, para entonces, la guerra también seguía. Seguía y crecía. Era apenas 1981…