Luis Armando Oliva Muñoz es su nombre. Fuimos vecinos en la capitalina colonia Layco. Salió bachiller del Liceo Salvadoreño y jugó básquetbol en primera categoría colegial. En la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas se licenció en Ciencias Económicas y Sociales tras defender, en 1980, su tesis titulada “Las cooperativas cafetaleras como formas alternas de propiedad”.
Militó en el equipo de fútbol de esa casa de estudios, que competía por el ascenso a la “liga mayor”; pese a su miopía era un buen “cuarto zaguero”, aunque algo “marrullero”. El 3 de febrero de 1981 fue secuestrado por policías nacionales él, su esposa y un niño de seis años, otro de uno y el más pequeño de tres meses. Creo que el segundo era el hijo del “Choco” y Ángela María, a quienes nunca más volvimos a ver; los tres infantes aparecieron abandonados a la orilla de una carretera.
Un mes después, Amnistía Internacional emitió una “Acción urgente” dirigida a los coroneles Guillermo García y Reynaldo López Nuila. Ministro de Defensa y Seguridad Pública el primero; el otro, director del cuerpo represivo responsable de esos crímenes. De nada sirvió tal iniciativa; tampoco la denuncia de las familias en el Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador.
Según supimos, en esos tiempos azarosos Luis y Ángela laboraban en el Banco Central de Reserva; dejaron de hacerlo tras el llamado del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional a la clase trabajadora, incluyendo a quienes eran parte de la administración pública, a sumarse a una “huelga general” que no prosperó en el marco de una también frustrada “ofensiva final” insurgente. Pero estas no fueron ni las primeras ni las últimas desapariciones forzadas ocurridas en el país.
Están, además, las de aquellas personas ejecutadas y enterradas sin ser identificadas en fosas comunes durante la matanza realizada por el ejército hace casi noventa años: en enero de 1932. También las que “borraron del mapa” en la preguerra, la guerra y la posguerra. El Salvador es la muestra, pues, de que estos delitos contra la humanidad son parte de entornos de irrespeto grave de la dignidad humana y de violencia extrema; son, además, producto del fenómeno de la emigración con todos los peligros que acechan a quienes deciden huir de una realidad como la nuestra, en la que las mayorías populares se debaten entre la muerte lenta y la muerte violenta.
Y son víctimas tanto quienes desaparecen en cualquiera de las circunstancias referidas como sus familias que las buscan, en medio del permanente desespero, agotando e inventando todos las medios posibles para ello; estas entran a un sombrío y siniestro corredor plagado de deliberados y vejatorios obstáculos como la falta de información e investigación, la impunidad y las amenazas, por citar algunos. Ese calvario, incontables veces concluye con el final de sus vidas y sin haber logrado conocer el paradero de sus seres queridos que les arrebató ‒por la fuerza‒ la perversidad.
En El Salvador todo eso sucedió de hecho. En la Alemania nazi, el 7 de diciembre de 1941, de “derecho” cuando se decretaron las “Directivas para la persecución de las infracciones cometidas contra el Reich o las fuerzas de ocupación en los territorios ocupados”, más conocidas como “Noche y niebla”. Así, desaparecían “sin dejar rastro” a quienes acusaban de haber incurrido en ilícitos de ese tipo y sin brindar “información alguna sobre su paradero o destino”. “Una intimidación efectiva y duradera ‒se leía‒ solo se logra por penas de muerte o por medidas que mantengan a los familiares y a la población en la incertidumbre sobre la suerte del reo. Por la misma razón, la entrega del cuerpo para su entierro en su lugar de origen no es aconsejable”. Según lo dispuesto, con “la diseminación de tal terror toda disposición de resistencia entre el pueblo” sería “eliminada”.
En El Salvador sucedió eso, al menos desde 1932; asimismo, siguió sucediendo como práctica estatal contra la oposición política y el movimiento social de 1975 en adelante, con su considerable incremento tras el golpe de Estado de octubre de 1979. La guerrilla también desapareció personas consideradas “enemigas”. Y continúan desapareciendo, la mayoría de las veces por distintos victimarios pero siempre con las mismas víctimas. Este nuestro pequeño y maltratado país, pues, ha permanecido desde hace casi un siglo en una permanente y terrible “noche” cuya “niebla” ‒la impunidad‒ ha protegido a sus responsables últimos.