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NUEVA YORK – La última cumbre del G7 fue desperdiciar recursos. Si había que celebrarla, que fuera virtual, para ahorrar tiempo, costos logísticos y emisiones aeronáuticas. Pero en un nivel más básico, las cumbres del G7 son un anacronismo. La dirigencia política tiene que dejar de dedicar energías a una actividad que no es representativa del estado actual de la economía mundial y cuyos resultados muestran una desconexión casi total entre los objetivos declarados y los medios elegidos para alcanzarlos.

En la cumbre del G7 no hubo absolutamente nada que no pueda hacerse con menos costo y más facilidad reuniéndose en forma periódica a través de Zoom. El encuentro diplomático más útil de este año fue la teleconferencia de abril entre el presidente Joe Biden y cuarenta líderes mundiales para hablar del cambio climático. Que haya reuniones periódicas virtuales de políticos, parlamentarios, científicos y activistas de todo el mundo es importante, ya que normalizan el debate internacional.

Pero ¿por qué mantener estas discusiones dentro del G7, superado ya por el G20? Cuando los países del G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido) empezaron en los años setenta a celebrar sus cumbres anuales, todavía dominaban la economía mundial. En 1980 eran el 51% del PIB mundial (en precios internacionales), mientras que los países asiáticos en desarrollo sólo representaban el 8,8%. En 2021, esas mismas proporciones son apenas 31% para el G7 y 32,9% para los países asiáticos.

El G20, que incluye a China, la India, Indonesia y otros grandes países en desarrollo, representa alrededor del 81% de la producción mundial, y equilibra los intereses de las economías integrantes de altos ingresos y en desarrollo. No es perfecto, ya que excluye a países más pequeños y pobres, y debería sumar como miembro a la Unión Africana (UA), pero al menos ofrece un formato fructífero para discutir temas globales que abarcan la mayor parte de la economía mundial. Muchos de los temas para los que en un principio se crearon las reuniones del G7 pueden tratarse en la cumbre anual entre la Unión Europea y Estados Unidos.

La irrelevancia del G7 se acentúa porque sus líderes no cumplen las promesas. Les gusta formular declaraciones simbólicas, más que resolver problemas mundiales. Peor aún, cuando parece que los están resolviendo, en realidad los están dejando empeorar. Y la cumbre de este año no fue diferente.

Tomemos por caso las vacunas contra la COVID‑19. El G7 planteó como objetivo vacunar al menos al 60% de la población mundial. También prometió la entrega directa de 870 millones de dosis durante el año entrante, o sea, una cantidad suficiente para la inmunización total de 435 millones de personas (a razón de dos dosis por persona). Pero el 60% de la población mundial es 4700 millones de personas, unas diez veces más.

El G7 no presentó un plan para alcanzar la meta declarada de cobertura mundial; y de hecho, ni siquiera lo elaboró (aunque no sería difícil de hacer). Estimar la producción mensual de todas las vacunas contra la COVID‑19 es sencillo, y asignar las dosis en forma justa y eficiente a todos los países es totalmente factible.

Una de las razones de la inexistencia de dicho plan es la negativa del gobierno de los Estados Unidos a sentarse con los de Rusia y China para idear un mecanismo de asignación internacional. Otra razón es que los gobiernos del G7 permiten que los fabricantes de vacunas negocien en privado y en secreto, en vez de como parte de un plan global. Y tal vez la tercera razón sea que el G7 se planteó un objetivo genérico mundial sin prestar demasiada atención a las necesidades de cada país receptor.

Otro ejemplo más de las falsas promesas del G7 es el cambio climático. En la última cumbre se fijó con razón la meta de lograr la descarbonización de la economía mundial en 2050, y se pidió hacer lo mismo a los países en desarrollo. Pero en vez de proponer un plan de financiación para ayudarlos a alcanzar el objetivo, el G7 reiteró una promesa de 2009 que nunca cumplió: «Reafirmamos el objetivo colectivo de los países desarrollados de movilizar en forma conjunta cien mil millones de dólares por año, de fuentes públicas y privadas, de aquí hasta 2025 inclusive, en un contexto de acciones de mitigación significativas y transparencia en la implementación».

El cinismo de esta promesa trillada salta a la vista. Los países ricos no cumplieron el plazo que ellos mismos se habían fijado (2020) para proveer los tan prometidos cien mil millones de dólares por año (apenas el 0,2% de su PIB anual). Y esos cien mil millones prometidos son una minúscula parte de lo que necesitan los países en desarrollo para la descarbonización y la adaptación al clima.

La contradicción entre las elevadas miras del G7 y sus mezquinos medios también es evidente en lo referido a la educación. Cientos de millones de niños en los países pobres no tienen acceso a educación primaria y secundaria porque sus gobiernos carecen de recursos financieros para proveer docentes, aulas y materiales. En 2020, la UNESCO calculó que los países de ingresos bajos y medianos bajos necesitan alrededor de 504 000 millones de dólares al año de aquí a 2030 para que todos los estudiantes terminen la escuela secundaria, pero sólo tienen unos 356 000 millones de dólares de recursos propios, lo que deja un faltante financiero de unos 148 000 millones de dólares al año.

¿Qué dice al respecto el comunicado del G7 de este año? Propone «una meta de aumentar en 40 millones la cantidad de niñas escolarizadas, con al menos 2750 millones de dólares para la Alianza Mundial para la Educación». No son números serios. Son números sacados de la galera que dejan a cientos de millones de niños fuera de la escuela, pese al firme compromiso del mundo (consagrado en el Objetivo de Desarrollo Sostenible n.º 4) de garantizar el acceso universal a la educación secundaria. Soluciones a gran escala existen (por ejemplo movilizar financiación barata de los bancos multilaterales de desarrollo), pero el G7 no las propone.

Los problemas del mundo son demasiado urgentes para contentarnos con declaraciones vanas y medidas que son apenas una minúscula parte de lo que se necesita para alcanzar las metas declaradas. Si la política fuera un deporte televisado y a los políticos se los juzgara por su capacidad de hablar bien ante las cámaras, entonces las cumbres del G7 tal vez tendrían algún sentido. Pero el mundo tiene necesidades urgentes que satisfacer: poner fin a una pandemia, descarbonizar el sistema energético, educar y alcanzar los ODS.

Mis recomendaciones: menos reuniones presenciales, más trabajo en serio para vincular medios y fines, reuniones periódicas por Zoom para hablar de las necesidades reales, y darle más importancia al G20 (junto con la UA) como agrupamiento de naciones con capacidad real de cumplir. Para resolver en serio los problemas mundiales, Asia, África y América Latina tienen que estar presentes.

Traducción: Esteban Flamini

Jeffrey D. Sachs es profesor distinguido de la Universidad de Columbia y director de su Centro de Desarrollo Sostenible. También es presidente de la Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.

Copyright: Project Syndicate, 2021.
www.project-syndicate.org

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Jeffrey D. Sachs
Jeffrey D. Sachs
Profesor distinguido de la Universidad de Columbia y director de su Centro de Desarrollo Sostenible. También es presidente de la Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de la ONU

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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