Por Carlos F. Imendia
¿Y que late en nuestro corazón? ¿Y qué pasa en nuestras venas como nación? ¿Ya pudimos notar que el odio se cuece a fuego lento en El Salvador? Pese a que existe un plan de control territorial y un régimen de excepción, que sin duda ha dado buen resultado, si ha cambiado las cifras, y si han roto los eslabones de esclavitud de miedo de la población.
Pero debajo de la alfombra social brillan los ojos luminosos como de gato acechante de la violencia irracional y sin motivo. Y lo vemos en la calle a flor de piel, combinado con la contaminación de los hidrocarburos, de las cárcavas, del hacinamiento vecinal, y de la lucha por el parqueo diario, de los anárquicos motociclistas que casi pasan brincando encima de los automóviles o arranando retrovisores.
Escondido en botellas de alcohol y cerveza llega el odio que espera la última copa para aflorar con ferocidad y sin que las empresas que las distribuyen pueden asumir algún reparo. Que dantescas escenas, que parecieran leyenda, pero son crónicas históricas de un El Salvador contemporáneo con gran peso de odio y resentimiento sin fundamento.
En pos guerra recordamos aquel muchacho vapuleado por supuestos agentes del orden en los planes de Renderos, cargado a patadas hasta reventar sus riñones. O el caso del estudiante secuestrado en San Jacinto y llevado su cuerpo al interior de un vehículo para luego prenderle fuego y cobrar un seguro de vida, si, historias de un El Salvador oscuro, que con el paso del tiempo se mal acostumbró a la violencia.
Tengamos cuidado ante la alimentación del subconsciente a los mensajes de odio, que se disparan desde la sociedad bipolar. Encendiendo azufrado descontrol, que en fugaces 10 segundos puede haber dejado 63 cuchilladas, un muerto y una persona inocente con gran futuro por delante que como equilibrista en la cuerda floja en una UCI, esperando un veredicto celestial.
Aquella jovencita que fue salvajemente asesinada por un núcleo familiar en una colonia nueva camino al occidente del país a martillazos sin razón, como mentes casi igual de torcidas y calculadoras para el necro mal de Jeffrey Dahmer.
Cuanto testamento de impunidad de nuestra memoria patria, desde Ana Isabel Casanova, el querido Roque, los jesuitas, el árbitro de la Yumuri, los hermanos Recinos, Herbert Anaya, Roberto Poma, Ricardo Clará, el futbolista Nelson Rivera, el piloto de la Fuerza Aérea en La Cima, los Pozo de Valle Nuevo, Sabino, el negociador, el muerto de la pupusería a manos del vigilante, el monstruo de Chalchuapa y el camposanto inconcluso o incontable.
Basta de acostumbrarnos a que la Historia nacional se ha escrito con tinta sanguino y lágrimas de dolor, que las bajezas de la mente humana, el desequilibrio, duerman el sueño de Hueytepec. Que despierten en otras facetas, raras sí, pero que no sea costumbre terminar de contar la historia con la calavera a los pies. Que la aurora no termine de cantar el himno de Cañas y Aberle.