El Salvador está a dos meses del cambio de gobierno. No será lo usual que hemos visto en los últimos 30 años, en los que presidentes electos de ARENA recibían el mando de un correligionario: eso se dio desde Alfredo Cristiani hasta Antonio Saca.
Se dio en 2009 un cambio trascendental cuando un "arenero" le entregó la banda presidencial a uno del FMLN: Mauricio Funes. Aquello posibilitó la alternancia histórica con la llegada al gobierno de la izquierda política. Abrió una etapa de esperanzas y cambios que poco a poco cayeron en sacos rotos.
Funes le entregó la conducción del país al mayor de los jefes guerrilleros sobrevivientes: Salvador Sánchez Cerén, hueso duro del FMLN, pero las esperanzas de cambio tampoco se convirtieron en realidad y en las últimas dos elecciones, para alcaldes y diputados, y en las presidenciales, el caudal político estratégico del FMLN se desmoronó como nunca antes en su vida institucional.
Las causas de esa derrota del partido que se auto-considera el único de izquierda en El Salvador aún se están procesando. No es tarea ni debate fácil. Pero en mundo que ha cambiado tanto, también vale la pena debatir y concluir en qué es ser de izquierda en la actualidad; la dialéctica, que es la ciencia del desarrollo, lo exige.
El 1 de junio próximo entrará a gobernar un nuevo conglomerado que no existía en el horizonte político local ni en el imaginario social antes de octubre de 2017 (menos de dos años, cuando ocurre la expulsión de Nayib Bukele de las filas del FMLN).
La izquierda y la derecha tradicional no apostaban un cinco por Bukele desde entonces; para muchos la sorpresa la recibieron el 4 de febrero del presente año cuando apareció en las primeras planas de los diarios tradicionales como el Presidente Electo en la primera vuelta electoral del domingo 3 de febrero de 2019.
Los desafíos presentes y futuros son gigantes, no sólo para el gobierno entrante, que es un conglomerado de varias tendencias políticas, ideológicas y sociales, que tienen que dar respuestas eficaces a múltiples y graves situaciones nacionales, pero que se pueden enumerar y agrupar en: gobernabilidad, erradicación de la violencia delincuencial y desarrollo económico social.
La suerte está echada y no hay vuelta de hoja: los perdedores reconocieron su derrota y el nuevo gobierno tiene que ejecutar y hacerlo para todo el país y tiene que resolver lo que en 30 años (27 de posguerra) no está resuelto.
Tenemos que reorientar nuestra democracia y esto necesita de caudal político-social. No se gobierna bien ni en soledad ni beneficiando a los que llegar al nuevo poder. Esa ruta nos ha conducido al fracaso.
Gobernabilidad no es pacto oscuro entre grupos de poder para esconder debajo de la alfombra las shuquedades de los sucios: gobernabilidad es responder a la sociedad con transparencia y es lo que debe primar en las negociaciones entre gobierno y oposición.
Erradicar la violencia delincuencial es vital para darle perspectivas y certeza al país de un cambio real y salirnos de esa especie de destino manifiesto de que somos violentos y nada podemos hacer contra eso, lo que echa a la basura cualquier perspectiva de desarrollo y bienestar social.
Desarrollo económico y social, sólo se logrará con la cooperación entre el gobierno, la empresa privada, los profesionales y el mundo laboral.
Sin concertaciones político-sociales que pongan por encima el interés nacional nada lograremos, o perdón, sería más de lo mismo contra lo que se ha querido eliminar. Las esperanzas no deben convertirse en frustraciones y esto es el mayor desafío.