Por José Arnoldo Sermeño Lima.
El gobierno de El Salvador inauguró en febrero último una “mega cárcel” con el nombre de Centro de Confinamiento del Terrorismo, con capacidad para albergar a 40 mil reclusos pertenecientes a las maras; dentro de la iniciativa de “control territorial” y “guerra contra las pandillas”, que ha permitido disminuir sustancialmente la criminalidad en el país.
Diversos organismos defensores de los derechos humanos, nacionales e internacionales, han criticado la incomunicación con el mundo exterior, la prolongación a quince días de detención preventiva, que no se cuente con espacios comunes ni áreas de recreo, que los artículos de primera necesidad no les sean proveídos sino que vendidos a los reos, que cuente con “celdas de castigo” para los problemáticos, que las camas sean de hormigón, etc.
Tales organismos subrayan que desde el traslado de los privados de libertad se observó una violación de sus derechos fundamentales al raparles el pelo, vestirlos con pantalón blanco, conducirlos con rapidez, cabeza gacha y atados de pies y manos. Agregan que el gobierno no ha investigado las causas que han hecho delinquir a estas personas y que se les viola el derecho a comunicarse con sus familiares y amigos; además del trato inhumano y degradante; agregando que ello viola convenciones internaciones sobre derechos humanos, como la Convención Americana de tales derechos y las Reglas Mínimas para el Tratamiento de Reclusos, de Naciones Unidas.
Tanto la “Convención Americana de Derechos Humanos” como “Los Derechos Humanos y las Prisiones. Manual de Bolsillo de Normas Internacionales de Derechos Humanos para Funcionarios de Instituciones Penitenciarias”, editado por Naciones Unidas, se basan en el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Lamentablemente esta bella frase es irreal: en el desigual mundo actual no todos nacemos realmente libres y con igualdad en dignidad y derechos. Semejante desigualdad se ve especialmente en los países del sur del planeta, cuyas condiciones inducen a millones de sus ciudadanos a emigrar hacia el norte. Pero especialmente se observa al interior de cada país -principalmente en los subdesarrollados- donde la mayoría no nace -en la práctica- con dignidad y derecho sino con sumisión y carestías.
Esas bellas frases de las convenciones internacionales se quedan en el tintero, y no en la realidad. No sólo de los reos sino que de la inmensa mayoría de la población de los países subdesarrollados.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948, hace casi 75 años. Actualmente hay nueve tratados que constituyen el fundamento de sus instrumentos internacionales: derechos civiles y políticos, económicos y sociales, contra el racismo, contra la discriminación de las mujeres, contra la tortura, derechos de la niñez, trabajadores migrantes, contra la desaparición forzada y derechos de las personas con discapacidades.
Obviamente ninguno de ellos se cumple en sentido estricto, como -por ejemplo- lo sufren nuestros compatriotas tanto en el país así como también al emigrar, especialmente quienes parten sin documentos y se ven afectados prácticamente en todo lo que supuestamente protejen esos nueve instrumentos.
Pero algo más evidente se observa a lo largo del mundo: el derecho elemental a la vida no es reconocido en 54 países. Con esto no implicamos que la pena de muerte debería adoptarse en El Salvador, sino que observamos una gran cantidad de países que consideran a ciertos delincuentes como no teniendocapacidad de enmendarse. El Salvador no es uno de ellos, sino que en esa cárcel los reos no solo mantienen la vida sino que existe la posibilidad de enderezarla. La pena de muerte está legalmente y activa en: Afganistán, Antigua y Barbuda, Arabia Saudita, Bahamas, Bahrein, Bangladesh, Belarús, Belice, Botsuana, Catar, China, Comores, Corea del Norte, Cuba, Dominica, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Estados Unidos, Etiopía, Gambia, Guayana, India, Indonesia, Irán, Iraq, Jamaica, Japón, Jordania, Kuwait, Líbano, Libia, Malasia, Myanmar, Nigeria, Omán, Pakistán, Palestina, Puerto Rico, República Democrática del Congo, República Dominicana, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Singapur, Siria, Somalia, Sudán, Sudán del Sur, Tailandia, Taiwán, Trinidad y Tobago, Uganda, Vietnam y Yemen.
Los métodos para quitar la vida a los reos es variado. Por ejemplo, se usa silla eléctrica en los Estados Unidos; decapitación en Arabia Saudita; fusilamiento en Estados Unidos, China, Corea del Norte, Somalia y Vietnam; ahorcamiento en Japón, Singapur y países musulmanes; inyección letal o cámara de gas en Estados Unidos, China y Tailandia; apedreamiento hasta la muerte en Afganistán, Irán, Sudán, Nigeria y Somalia.
Todo ello es legal en dichos países, sin miramiento con lo más elemental de la Convención de los Derechos Humanos, como es el derecho a la vida. Además de esos lugares, hay otros cuya legislación comprende la pena de muerte para lo que califican como “crímenes serios”, considerándolos incapaces de reintegrarse a la sociedad.
En el tema que nos ocupa, uno debe preguntarse sobre el efecto que las drogas pesadas ejercen en el cerebro de delincuentes capaces de cometer los crímenes más atroces. ¿Puede considerarse que ellos puedan reintegrarse, como sí podría hacerlo el “ladrón de una gallina”, o los “Jean Valjean” que roban una hogaza de pan por necesidad? ¿Están al mismo nivel?
¿Quién ha violado primero los derechos de los mareros con el cerebro fundido por las drogas: el gobierno que debe aislarlo en una cárcel de máxima seguridad o la sociedad que le negó todo tipo de oportunidades desde que nació? ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina?
El niño que crece en barrios controlados por el crimen organizado tiene una escala de valores diferente a la del lector: su modelo no es el buen estudiante que al obtener su bachillerato se le abren perspectivas, de estudio o trabajo; sino que desde su niñez la pandilla es su familia, pues sus padres emigraron o fallecieron, abriéndole oportunidades como “niño-bandera”, regalándole un celular con el que avisa cuando la policía entra al barrio, lo que tiene su recompensa monetaria. Al salir de la escuela, graduado o no, tiene “empleo” con la mara…y sus cabecillas se convierten en el ideal a seguir. En el camino tendrá múltiples oportunidades, tanto de delinquir como también de afectar su cerebro con el consumo de drogas pesadas, y caer de rehén en ese vicio en una espiral delincuencial difícil de romper. Ese es el modelo que se repite para gran cantidad de niños y jóvenes de los barrios controlados por las maras.
¿Algunos serán rescatables? Ojalá. Esperemos que los trabajos comunitarios con que cuentan los reos en el penal contribuya a ese fin; pero no podemos soñar con mundos ideales cuando su realidad es terriblemente dura.
No es criticando las medidas de emergencia que han debido tomarse para librar a la sociedad del crimen organizado como podrá contribuirse a un mejor clima en el país. El verdadero combate a ese mundo es construir una sociedad más justa, lo que requiere de otro tipo de medidas. Pero mientras tanto, no puede cerrarse los ojos ante el mundo que la actual sociedad ha creado, donde el crimen organizado ha establecido sus normas delincuenciales de chantaje al microempresario, matonería, asesinatos al azar, machismo sin límite, etc todo envuelto en el contexto de delincuentes con el cerebro afectado por las drogas.
Pasará algún tiempo en que las actuales medidas impuestas por el gobierno continuarán siendo necesarias, mientras en paralelo se logra que la sociedad salvadoreña dé oportunidades a todos sus hijos. Sólo entonces será evidente qué es primero: si el huevo o la gallina.