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Los antropófagos del capital

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El Salvador tiene que salir de los ciclos, de estructuras y sistemas antropófagos. Pareciera muy duro este adjetivo, pero la práctica nacional eso nos dice: estamos en un paí­s cuyo sistema devora a su propia gente.

Hay una harta violencia en el sistema y el modelo de acumulación del capital. Los trabajadores siguen siendo sometidos a una remuneración que no logra dignificar su desarrollo humano, familiar, material, cultural. Después de décadas de tanta riqueza acumulada, la sociedad salvadoreña sigue registrando duros déficits de desarrollo humano. Es hasta hace unos cuantos años, que el Estado ha comenzado a redistribuir mí­nimamente la riqueza nacional recolectada por los impuestos.

La violencia y la delincuencia no es algo incidental en la conformación del paí­s. Desde mucho antes de la fundación de El Salvador, como república, las relaciones sociales fueron establecidas con violencia. ¿Y no fueron los mismos religiosos -que eran terratenientes y llamados próceres- finalmente clamaron por el fin de la esclavitud “legal”, “establecida” en nuestro territorio?

Anulada la legal esclavitud, se liberó la fuerza de trabajo para los terratenientes, que después despojaron por “ley” los territorios comunitarios e indí­genas donde surgirí­an los oligarcas cafetaleros exportadores. “Se tomaron las alturas”.

Desde esos años de 1880 se fue configurando la existencia de las llamadas “14 familias”. Hoy son más y concentran más riqueza. Fueron las mismas que empujaron el golpe de Estado del general Hernández Martí­nez, que tras el asesinato de 30 mil compatriotas en pocas semanas, sofocó la rebelión campesina-indí­gena, por la simple razón de mantener su hegemoní­a de clase y los privilegios de una intensiva estructura agroexportadora. Otra cantidad imprecisa de muertos se produjeron en las décadas siguientes.

El empeño por la exclusiva opulencia mandató a los militares a gobernar con el terror y el terrorismo de Estado por décadas, por encima de la sociedad civil. Se opusieron tenazmente a aumentos salariales, a la reforma agraria, a reivindicaciones sociales y a mí­nimos cambios democráticos. Esto condujo a la insubordinación social en los años ´70 y así­ irrumpió la guerra.

Nuevamente, los grandes ricos en su alianza anti-comunista con los norteamericanos, ocuparon los cuerpos militares y todo el aparato del Estado para mantener a flote su hegemoní­a que era desafiada con las armas de forma masiva y organizada para cambiar el sistema económico. La defensa de sus violentos intereses económicos provocó no menos de 80 mil muertos. De hecho, son más, contando las salvadoreñas y salvadoreños muertos en combate y los miles de activistas y dirigentes sociopolí­ticos desaparecidos por un régimen militar financiado, armado, adiestrado y dirigido por el gobierno de Estados Unidos.

Los grandes señores del capital se negaron a negociar en detalle los aspectos socioeconómicos de los acuerdos de paz (1992), desde donde supuestamente se producirí­a una transición del modelo además del desmontaje del poder militar sobre las relaciones institucionales, sociales, económicas, polí­ticas y culturales del paí­s. En parte por ello, un Acuerdo de Paz fue el establecimiento del foro socioeconómico. Pero este acuerdo fundamental, de carácter nacional, los oligarcas y sus representantes, pasada la guerra, lo desbarataron.

“Estando en paz”, los gobiernos de Arena arrasaron con las bases materiales del Estado que pudieran responder a la demanda social. Con fondos públicos “sanearon” las deudas de grandes empresarios a los bancos. Privatizaron los bancos y cuanta empresa y bien estratégico estatal, incluyendo amplios y productivos terrenos de la reforma agraria. Dolarizaron. Robaron lo que pudieran estando en el gobierno. Es decir, además de obtener enormes ganancias, se recetaron centenares de millones de dólares de los fondos públicos recolectados por impuestos y la cooperación externa, asuntos que la Fiscalí­a, la flamante corte de justicia y las “leyes” aún los asumen como delitos caducados.

Pero el centro de lo que queremos compartir es que ya en los años de los gobiernos de Calderón Sol y Flores se producí­a un sustantivo aumento de los asesinatos en El Salvador, desde 1992. Actualmente no se encuentran mayores registros públicos de la delincuencia y violencia de ese perí­odo.

Los gobiernos de Arena tuvieron todo el poder y mucha desidia para atacar y resolver el problema del crimen común y el crimen organizado, que ya producí­a borbotones de muertos en la década de los años 90. Tras el fin del conflicto armado, la prioridad de los sectores hegemónicos fue el saqueo del Estado (según recomendaciones y respaldos del FMI, etc.) , en vez de entender y resolver los descomunales problemas sociales y económicos acumulados. Tuvieron el total control de los aparatos del Estado… y no lo hicieron.

No hay cifras institucionales consolidadas de la cantidad de homicidios en la década de los 90. Hay mucha diferencia entre los datos de la Fiscalí­a (las que de 1994 a 1998 no bajaban de 4 mil asesinatos por año), Medicina Legal y la PNC en el perí­odo. Pero los datos de la FGR reportados y en registros públicos (Latin American Research Review) en el perí­odo de Calderón Sol (1994-1999) son el doble de alarmantes de los que se registran en los años recientes. La tan interesada prensa hegemónica no reconoce ni investiga dichas cifras de ese perí­odo.

Según también se recupera por Sergio Bran, en un escrito en la Revista Realidad de la Uca (Revista realidad # 64, julio-agosto 1998), en 1997 El Salvador ya registraba 23 homicidios diarios. Eso indicarí­a que los registros de Fiscalí­a y PNC tení­an un aproximado total al año de 8,395 asesinados en nuestro territorio. Se adjuntaba otro dato: “Se  calcula que cada 160 minutos una persona muere por un hecho violento solo en el área metropolitana de San Salvador (El Diario de Hoy, 20 de febrero de 1997, p.2.). Con variación, otros reportes indican que en el año de 1997 hubo 6,573 asesinados (18 por dí­a). Según datos de la UCA de entonces, en 1996 la tasa de homicidios por cada 100,000 habitantes fue de 134 en El Salvador.

Tomando datos de El Faro del 2015, basados en Medicina Legal, del año 2000 al 2014 fueron asesinadas 48,498 personas en nuestro paí­s. Del 2015 se agregan otros 6,640 (IML). Estos dí­as, el Ministro de Justicia y Seguridad afirmó que en lo que va del 2016 hay otros 2,608 (al 23 de mayo). Es decir, solo en el perí­odo de los años 2000 a lo que va del 2016 han muerto no menos de 57 mil 500 personas, muertes que no serí­an por motivos polí­ticos. Si no por puro dinero fácil, conflictos de territorio, pertenencias y otros.

Sin querer confirmar un dato más acertado, pero que pudiera aproximarse a la dinámica del transcurso que esta sociedad ha vivido, podemos plantear que 90 mil muertos en los años de la guerra y conservadoramente no menos de 70 mil en la época de “democratización” (desde 1992), El Salvador fantasmalmente ha perdido a más de 160 mil salvadoreños en 35 años.

¡Más de 160 mil cuerpos y almas!

¡Este paí­s se come a sí­ mismo!

¿Es normal que mueran 12 seres humanos por dí­a, a lo largo de 36 años, sin contar las muertes por enfermedades, vejez, choques de tránsito, accidentes, etc.?

El gran capital hegemónico criollo, en sus alianzas con las transnacionales, deben entender que no pueden mantener sus enormes ganancias a costa de que el mismo sistema mate y expulse a su población. ¿Cuántos de los dos millones y medio de salvadoreños que han migrado estuvieran muertos si no hubieran migrado y que hoy son fuente inagotable para la circulación del capital? (y entretanto, EEUU amenaza con deportaciones masivas).

El Salvador sigue manteniendo una estructura económica hostil para la mayorí­a de sus habitantes, un sistema que los mantiene en pobreza, limitaciones, que deshumaniza, enajena, los mata o los expulsa mientras los más ricos siguen siendo mucho más ricos. Una cosa es un gobierno social y otra cosa son las ganancias, conviviendo en paralelo a las muertes.

Hoy la representación empresarial se reúne con el actual gobierno de izquierda. Con aprehensión se dan la mano. En el mismo acto los empresarios calculan sus riquezas, mientras tanto siguen evadiendo y eludiendo “legalmente” (las leyes hechas por ellos, vigentes por correlaciones legislativas).

¿Cuántos salvadoreños más tienen que morir o emigrar del paí­s para mantener esas riquezas y estas pobrezas?

Siempre pienso en un poema del cubano Roberto Fernández Retamar quién se preguntaba “Sobre qué muerto estoy yo vivo”. Los lectores pueden hacer una traslación que harán los grandes ricos de nuestro paí­s: “Sobre qué muerto tengo estos millones”.

(*) Columnista de ContraPunto.

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Armando Salazar
Armando Salazar
Columnista Contrapunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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