(A Elena Salamanca)
Lo que uno constata, cada vez que abre un libro de historia, es que en aquellos escenarios donde la izquierda juega un papel estratégico en el cambio político no suele presentarse como un agente único y homogéneo, sino que como un conglomerado de fuerzas que debate y lucha entre sí para imponerle una determinada dirección a las grandes transformaciones.
En 1917, cuando se desencadenó la crisis revolucionaria en la Rusia zarista, la izquierda era un campo dividido en varias tendencias. La más radical de todas, la liderada por Lenin, se hallaba en franca minoría cuando éste –al regresar del que sería su último exilio– se bajó del tren en la estación de Finlandia. Ya se conoce bien lo que pasó después, es decir, la historia de cómo Lenin logró vertebrar a una izquierda dividida imprimiéndole otra dirección a los acontecimientos históricos. Ese pacto precario, Stalin lo reventaría trágicamente unos años más tarde, en nombre la unidad y de la línea política verdadera. La línea política verdadera no solo fustiga a los enemigos del pueblo, también castiga a las líneas amigas del pueblo que malinterpretan la ciencia del cambio, confunden a las masas y pierden con sus planteamientos el camino de la revolución.
En la guerra civil española, tal como lo ha relatado George Orwell en su “Homenaje a Catalunya”, la unidad de las fuerzas populares (en torno a “la línea política correcta”) pudo establecerse siguiendo los métodos crueles del padrecito Stalin. Pero lo importante aquí es señalar cómo los agentes del cambio en la España republicana eran plurales como plurales eran sus visiones del cambio. Su homogeneidad se logró por medio de la violencia, no gracias al debate y la persuasión. Con estos pocos elementos podemos situarnos en el año de 1975 en una pequeña república de Centroamérica. Ahí en el seno de una organización guerrillera se discutía entonces cuáles eran las líneas de acción política y militar más eficaces para acelerar el proceso revolucionario. Y surgió una diferencia de opiniones que –al ser percibida por algunos militantes como una amenaza a la unidad política que ellos administraban – terminaría desembocando en una serie de turbios asesinatos.
He puesto tres ejemplos, y podrían ser más, en los que una izquierda con opiniones divididas termina devorada por la incapacidad para manejar y resolver “civilizadamente” sus contradicciones internas. A los expertos en las contradicciones objetivas, las suyas suelen desbordarlos y, con cierta frecuencia, aniquilarlos.
La izquierda por alguna razón está condenada a ser plural y su tragedia consiste en que la mayoría de las partes en que se divide tienen una visión cerrada de la verdad que huye del pluralismo.
Concentrada en teorizar las imposibilidades políticas de su enemigo –esas que señalan la tendencia al divorcio entre la economía capitalista y la democracia liberal –, la izquierda marxista no ha sido capaz de volver sobre sí misma para pensar una política a la altura de sus propias contradicciones. Y el asunto es grave, si pensamos en el tamaño de los desastres y de los fracasos a los que la ha conducido el mal abordaje político de su dialéctica interna.
Abordar con lucidez la inevitable presencia de contradicciones en el seno de los partidos del pueblo y asumir con lucidez también los conflictos inevitables entre el pueblo y los partidos que lo representan, supone ir en busca de un pensamiento político y una institucionalidad democrática que admitan los desacuerdos y creen las herramientas para negociarlos sin necesidad de aniquilar o expulsar a quienes disientan de la opinión mayoritaria. La izquierda radical necesita con urgencia a un John Stuart Mill.
No hay una sola causa que explique la difícil emergencia de una cultura democrática en (y entre) los partidos del pueblo. No hay una sola causa que explique por qué a las izquierdas en el poder les cuesta convertirse en agentes difusores de una mayor y mejor cultura democrática en el seno de la sociedad civil. Algunos obstáculos deberían enumerarse y conceptualizarse dentro de una nueva teoría política que asuma los grandes errores que cometieron las fuerzas radicales en su intento de construir políticamente la libertad.
De momento, hay que tomar conciencia de lo peligrosas que pueden ser para la izquierda unas elites radicales que se adueñen de los cargos de dirección asegurándose también el monopolio de la verdad. Dichas elites, por lo general, verán como un peligro la auténtica democracia interna de sus organizaciones y, por lo tanto, procurarán ahogar a toda costa la cultura del debate serio y racional. Sin democracia interna ni cultura del debate, la crítica resulta expulsada y una organización por cuyos tejidos no fluyen el diálogo y la deliberación a la larga pierde inteligencia política.
Conviene que ya no se nieguen estos problemas ni se posterguen los debates que suscitan con la excusa de que aún no es la hora de asumirlos y con el chantaje de que plantearlos es proporcionarle munición al enemigo. A la larga la izquierda que se niega a verlos y a dialogarlos con lucidez siempre termina devorada por sus propias contradicciones.