NUEVA YORK – Mientras las élites empresariales del mundo ascienden a Davos para su reunión anual, es buen momento para hacernos una pregunta simple: ¿se habrán curado de la fascinación con el presidente estadounidense Donald Trump?
Hace dos años, muy pocos líderes empresariales estaban preocupados por el cambio climático o molestos por la misoginia y el fanatismo de Trump. Pero la mayoría celebraba los recortes de impuestos a multimillonarios y corporaciones, y aguardaba con esperanzas sus iniciativas de desregulación de la economía, que permitirían a las empresas contaminar más el aire, enganchar a más estadounidenses a los opioides, tentar a más niños a comer productos que inducen diabetes y entregarse a tejemanejes financieros como los que provocaron la crisis de 2008.
Hoy muchos directivos de empresas siguen hablando del crecimiento continuado del PIB y de los récords bursátiles. Pero ni el PIB ni el índice Dow Jones son buenos indicadores del desempeño económico: ambos callan en relación con lo que acontece a los niveles de vida de la ciudadanía de a pie, y no dicen ni una palabra sobre sostenibilidad. De hecho, el desempeño económico de Estados Unidos en los últimos cuatro años es el principal argumento contra la confianza en esos indicadores.
Para hacernos una imagen correcta de la salud económica de un país, hay que empezar por mirar la salud de sus ciudadanos. Si son felices y prósperos, tendrán vidas sanas y más largas. Y en este aspecto, Estados Unidos es el país desarrollado con el peor desempeño. La expectativa de vida de los estadounidenses (que ya era relativamente baja) se redujo en cada uno de los dos primeros años de la presidencia de Trump, y en 2017, la tasa de mortalidad en la mediana edad alcanzó su nivel máximo desde la Segunda Guerra Mundial. No sorprende, porque ningún presidente hizo tanto para aumentar la cifra de estadounidenses que no tienen seguro de salud. Millones se han quedado sin cobertura, y en sólo dos años la proporción de estadounidenses sin seguro médico creció del 10,9% al 13,7%.
Una razón de la disminución de la expectativa de vida en Estados Unidos es lo que Anne Case y el premio Nobel de economía Angus Deaton denominan “muertes por desesperación”, causadas por el alcohol, la sobredosis de drogas y el suicidio. En 2017 (el año más reciente para el que hay datos confiables), esas muertes fueron casi cuatro veces más que en 1999.
La única vez que vi algo parecido a estos retrocesos sanitarios (quitando guerras o epidemias) fue cuando siendo economista principal del Banco Mundial hallé que los datos de mortalidad y morbilidad confirmaban lo que sugerían nuestros indicadores económicos en relación con el triste estado de la economía rusa postsoviética.
Tal vez Trump sea un buen presidente para el 1% más rico (y sobre todo, para el 0,1% más rico), pero no lo ha sido para nadie más. De implementarse en su totalidad, la rebaja impositiva de 2017 generará aumentos de impuestos para la mayoría de los hogares en los quintiles de ingresos segundo, tercero y cuarto.
Puesto que los recortes impositivos benefician sobre todo a los ultrarricos y a las corporaciones, no debería sorprender a nadie que entre 2017 y 2018 (también los años más recientes con datos confiables) la mediana del ingreso disponible de las familias estadounidenses se haya mantenido prácticamente igual. Los hogares más ricos también se llevan la parte del león del crecimiento del PIB. La mediana de la remuneración semanal real está apenas 2,6% por encima del nivel que tenía al inicio del gobierno de Trump, y ese aumento no compensa largos períodos anteriores de estancamiento salarial. Por ejemplo, la mediana salarial de un estadounidense varón que trabaja a tiempo completo (y trabajar a tiempo completo ya es tener suerte) sigue siendo más de 3% inferior al valor de hace 40 años. Tampoco hubo mucho avance en la reducción de las disparidades raciales: en el tercer trimestre de 2019, la mediana de remuneración semanal de los varones negros que trabajan a tiempo completo fue menos de tres cuartas partes de esa misma cifra para los varones blancos.
Para colmo de males, el crecimiento habido no ha sido ambientalmente sostenible, y lo es todavía menos gracias a la destrucción, por parte de la administración Trump, de regulaciones que habían pasado por estrictos análisis de costo/beneficio. El resultado será un aire menos respirable, agua menos potable y un planeta más expuesto al cambio climático. De hecho, las pérdidas relacionadas con el cambio climático en Estados Unidos se dispararon, con una cifra de daños materiales que en 2017 llegó a un 1,5% del PIB, más que en cualquier otro país.
Se suponía que las rebajas impositivas alentarían una nueva oleada de inversiones. En vez de eso, generaron un récord histórico de recompras de acciones (unos 800 000 millones de dólares en 2018) por parte de algunas de las empresas estadounidenses más rentables, y llevaron a un déficit récord en tiempos de paz (casi un billón de dólares en el año fiscal 2019) en un país que supuestamente está cerca del pleno empleo. E incluso con la poca inversión que hubo, Estados Unidos tuvo que tomar prestado al extranjero sumas ingentes: los datos más recientes muestran un endeudamiento externo cercano a los 500 000 millones de dólares al año, con un aumento de más del 10% en la posición deudora neta de Estados Unidos en un solo año.
Asimismo, pese a tanta alharaca, las guerras comerciales de Trump no redujeron el déficit comercial de Estados Unidos, que en 2018 fue una cuarta parte más que en 2016. El déficit de 2018 en comercio de bienes fue el más grande de la historia. Incluso con China el déficit comercial creció casi una cuarta parte respecto de 2016. Lo que sí consiguió Estados Unidos es un nuevo tratado comercial para América del Norte, sin las disposiciones en materia de inversión que quería la asociación empresarial Business Roundtable, sin las cláusulas sobre aumento de precios de medicamentos que querían las farmacéuticas y con una mejora de las normas laborales y ambientales. Este acuerdo ligeramente mejorado fue posible porque Trump, el autoproclamado maestro negociador, perdió en casi todos los frentes en las negociaciones con los congresistas demócratas.
Y pese a las cacareadas promesas de Trump de repatriar empleos fabriles a Estados Unidos, la creación de puestos de trabajo en ese sector es menor a la que hubo con su predecesor, Barack Obama, al afianzarse la recuperación post‑2008, y sigue siendo muy inferior a lo que era antes de la crisis. Incluso el mínimo en 50 años de la tasa de desempleo enmascara una fragilidad económica. La tasa de empleo para hombres y mujeres en edad de trabajar, a pesar de haber aumentado, lo hizo menos que durante la recuperación de tiempos de Obama, y todavía es considerablemente inferior a la de otros países desarrollados. Y la tasa de creación de empleo también es marcadamente menor a la de Obama.
De nuevo, la baja tasa de empleo no sorprende (en particular, porque sin salud no se puede trabajar). Además, las personas que cobran prestaciones por discapacidad, las que están en prisión (la proporción de población carcelaria en Estados Unidos creció a más del séxtuplo desde 1970, y hoy hay unos dos millones de personas tras las rejas) y las que se desalentaron al punto de dejar de buscar empleo activamente no cuentan como “desempleadas”; pero por supuesto, tampoco están empleadas. Tampoco sorprende que un país que no provee guarderías accesibles ni garantiza la licencia familiar tenga menos empleo femenino que otros países desarrollados (más de diez puntos porcentuales menos al ajustar la cifra según la población).
Incluso según el criterio del PIB, la economía de Trump es deficiente. El crecimiento del último trimestre fue sólo 2,1%, mucho menos que el 4%, 5% incluso 6% que prometió Trump, e incluso menos que el 2,4% promedio del segundo mandato de Obama. Es un desempeño notoriamente malo si se tiene en cuenta el estímulo provisto por el billón de dólares de déficit y los bajísimos tipos de interés. No es casualidad, ni cuestión de mala suerte: las características distintivas de Trump son la incertidumbre, la volatilidad y la ambigüedad, mientras que para el crecimiento se necesitan confianza, estabilidad y certeza. Y también igualdad, según el Fondo Monetario Internacional.
Así que además de fallar en asignaturas esenciales como defender la democracia y proteger el planeta, Trump también se merece un “desaprobado” en economía.
Traducción: Esteban Flamini
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor distinguido de la Universidad de Columbia y economista principal en el Roosevelt Institute. Su libro más reciente se titula People, Power, and Profits: Progressive Capitalism for an Age of Discontent [La gente, el poder y las ganancias: un capitalismo progresista para una era de descontento].
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