Por José Antonio Ocampo
Desde el inicio de la pandemia de COVID-19, el mundo en desarrollo ha enfrentado crecientes vulnerabilidades en materia de endeudamiento estatal. Los aumentos de las tasas de interés y el acceso limitado a los mercados internacionales de capital no han hecho más que exacerbar el problema, hasta el punto de que incluso los países solventes se enfrentan ahora a problemas de liquidez. Además, el Fondo Monetario Internacional predice que, en los próximos años, los niveles de deuda de los países en desarrollo seguirán siendo más altos que en 2019. Parece claro que muchos países de ingresos bajos y medios seguirán experimentando tensiones asociadas a sus deudas, incluso si no están en riesgo de incumplir con sus obligaciones.
Sin embargo, la gravedad de la crisis no se ha reflejado en la agenda de cooperación global. La Cumbre del G20 del año pasado en Nueva Delhi, por ejemplo, hizo importantes propuestas para la financiación del desarrollo, pero avanzó poco en la solución del sobreendeudamiento de los países de ingresos bajos y medios. Aún más importante, el mundo todavía carece de un mecanismo integral de reestructuración de las deudas para abordar este problema recurrente.
El mecanismo de reestructuración de deuda más antiguo que existe, el Club de París, solo cubre únicamente las deudas contraída con sus 22 miembros, principalmente países de la OCDE. En ocasiones, los prestamistas multilaterales y los gobiernos extranjeros han adoptado respuestas ad hoc para manejar las crisis de las deudas soberanas. Por ejemplo, el Plan Brady, respaldado por Estados Unidos y aplicado después de la crisis latinoamericana de los años 1980, ayudó a reducir las deudas de algunos países y catalizó el desarrollo de un mercado de bonos soberanos para los países en desarrollo. En 1996, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial lanzaron la Iniciativa para los Países Pobres Altamente Endeudados, para brindar un respiro necesario a los países de bajos ingresos; esto se complementó en 2005 con la Iniciativa de Alivio de la Deuda Multilateral, que canceló las deudas de los países elegibles con acreedores multilaterales.
Otras respuestas han tenido como objetivo mejorar el proceso de reestructuración. Tras la crisis mexicana de 1994, el G10 de la OCDE propuso introducir cláusulas de acción colectiva (CACs) en las emisiones de bonos, permitiendo que una mayoría calificada de tenedores modificar los términos y condiciones, si fuera necesario. Además, en 2013, después de la crisis de deuda griega, la Unión Europea ordenó la inclusión de cláusulas de agregación para las CACs en los contratos de bonos de sus miembros, facilitando la renegociación conjunta de varias emisiones. Pero, a pesar de estas reformas, los acreedores aún pueden formar mayorías que bloquean las negociaciones, debido en parte a la falta de CACs ampliadas en aproximadamente la mitad de los bonos soberanos emitidos por países emergentes y en desarrollo, y en parte a la incompatibilidad entre las condiciones de los bonos y las de otros contratos de deuda.
El FMI intentó, sin éxito, crear un marco institucional para la reestructuración de la deuda soberana en 2001-2003. El mecanismo propuesto habría permitido reestructurar deudas externas insostenibles mediante un proceso rápido, ordenado y predecible, protegiendo al mismo tiempo los derechos de los acreedores. Además, el organismo de supervisión habría sido independiente del Directorio Ejecutivo y de la Junta de Gobernadores del FMI. Al final, Estados Unidos rechazó la iniciativa, al igual que algunos países en desarrollo (en particular Brasil y México), los cuales temieron que este mecanismo restringiría su acceso a los mercados de capital.
Durante la pandemia, cuando los niveles de deuda pública se dispararon, el G20 y el Club de París crearon la Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda (DSSI, por sus siglas en inglés) para los países de bajos ingresos, que suspendió temporalmente los pagos de la deuda de 48 de los 73 países elegibles desde mayo de 2020 hasta diciembre de 2021. Posteriormente, a finales de 2020, lanzaron el Marco Común para el Tratamiento de la Deuda para coordinar y proporcionar alivio de la deuda a los países elegibles bajo el DSSI. Pero, hasta ahora, solo dos países –Ghana y Zambia– han podido llegar a un acuerdo en este marco, y solo otros dos –Chad y Etiopía– lo han solicitado. Según se ha señalado, el temor a una rebaja de las calificaciones crediticias ha disuadido a otros posibles beneficiarios de participar.
Es evidente que se necesita una solución permanente: un mecanismo institucional para la reestructuración de la deuda soberana, preferiblemente bajo los auspicios de las Naciones Unidas. El Fondo Monetario Internacional también podría albergar un mecanismo de este tipo, pero solo si el organismo de solución de controversias es independiente del Directorio Ejecutivo y de la Junta de Gobernadores del Fondo, como se propuso en 2003. El marco de renegociación debería exigir un proceso en tres etapas: renegociación voluntaria, mediación y arbitraje, cada una con un plazo fijo.
Pero incluso si se llegara a un acuerdo, un mecanismo estatutario requeriría negociaciones largas y complejas. Por tanto, un instrumento ad hoc es un complemento esencial. Con ese fin, la ONU y otras entidades han propuesto un Marco Común revisado, que debería establecer un período de tiempo claro y más corto para las reestructuraciones, suspender los pagos de la deuda durante las negociaciones, establecer reglas y procedimientos claros, garantizar la participación de los acreedores privados y ampliar la elegibilidad a los países de ingresos medios. Para garantizar la estabilidad posterior a la reestructuración, cualquier acuerdo debería incluir no solo cambios en los plazos y las tasas de interés, sino también la reducción de la deuda, si fuera necesario.
Como lo he sugerido anteriormente, una alternativa podría ser un mecanismo respaldado por el FMI, el Banco Mundial o los bancos multilaterales de desarrollo (BMD) regionales. Además de proporcionar el marco para las renegociaciones, la institución que la preside podría facilitar financiamiento, abordar los desequilibrios macroeconómicos de los países involucrados y ayudar en los procesos de reestructuración. Si se emiten nuevos bonos, estos deberían tener una garantía del principal, similar a la de los “bonos Brady”.
También hay que considerar si las deudas contraídas con los BMD y el FMI deberían incluirse en los procesos de reestructuración, como se hizo con los países de bajos ingresos en 2005. Dado que estas instituciones son responsables de una parte significativa de la deuda de los países altamente endeudados, puede ser necesario incluirlos en los casos de los países de bajos ingresos, especialmente del África Subsahariana. De ser así, sería esencial garantizar un flujo de ayuda al desarrollo para cubrir sus pérdidas de las instituciones que proporcionan esos alivios.
Además, la tradicional separación entre acreedores oficiales y privados se ha tornado más compleja debido a los nuevos prestamistas oficiales, en particular China, y a nuevos tipos de contratos de deuda diferentes a los bonos, incluidas garantías a inversionistas privados. Las “agregaciones” futuras deben abarcar todas las obligaciones. Por lo tanto, es necesario establecer un registro global de deuda que cubra todos los pasivos con acreedores privados y oficiales, para garantizar un trato equitativo con todos los acreedores y mejorar la transparencia.
Por último, para mitigar futuras crisis de deuda, el Banco Mundial y otras entidades han sugerido la adopción generalizada de bonos contingentes estatales que ajustan los rendimientos en función de las condiciones económicas de los países o de los precios de las materias primas. Esto aliviaría la presión sobre las hojas de balances de los gobiernos durante las crisis.
Los países en desarrollo sobreendeudados nunca obtendrán el alivio que necesitan si la comunidad internacional no coloca el tema en el centro de su agenda. La reestructuración de las deudas soberanas debería ser, por lo tanto, una de las principales prioridades en la cumbre del G20 de este año en Río de Janeiro y en la Cuarta Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo, que se celebrará en España en 2025.
José Antonio Ocampo, ex subsecretario general de las Naciones Unidas y ex ministro de Hacienda y Crédito Público de Colombia, es profesor de la Universidad de Columbia, miembro del Comité de Políticas de Desarrollo de las Naciones Unidas y miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional. Es autor de Hacia la reforma del (no) sistema monetario internacional (Fondo de Cultura Económica y Banco de la República, 2021) y coautor (con Luis Bértola) de El desarrollo económico de América Latina desde la independencia Fondo de Cultura Económica, 2013).